Yo soy el camino, la verdad y la vida


Sabiendo nuestro amantísimo Salvador que era llegada la hora de partir de esta tierra, antes de encaminarse a morir por nosotros, quiso dejarnos la prenda mayor que podía darnos de su amor, cual fue precisamente este don del Santísimo Sacramento.

Vos, Jesús, mío, al partir de este mundo, ¿Qué nos dejasteis en prenda de vuestro amor? nos dejasteis vuestro cuerpo, vuestra sangre, vuestra alma, vuestra divinidad y a vos mismo, sin reservaros nada.

Santo Tomás llamaba a este sacramento «Sacramento de amor», porque sólo el amor fue el que impulsó a Jesucristo a darse a nosotros en él; y «prenda de amor», porque si alguna vez dudáramos de su amor, halláramos de él una garantía en este sacramento. ¡Oh almas!, si alguna vez dudáis de mi amor, he aquí que me entrego a vosotras en este sacramento; con tal prenda a vuestra disposición, ya no podréis tener duda de mi amor, y de mi amor extraordinario.

¿Quién jamás se hubiera imaginado, si Dios no lo hubiera hecho, que el Verbo encarnado quedara bajo las especies de pan para hacerse alimento nuestro? «¿No suena a locura –dice San Agustín– decir: Comed mi carne y bebed mi sangre? ¡oh Salvador del mundo!, y ¿Cuál es el alimento que antes de morir nos queréis dar? Tomad y comed –me respondéis–, éste es mi cuerpo; no es éste alimento terreno, sino que soy yo mismo quien me doy todo a vosotros.».

Oh, ¡y qué ansias tiene Jesucristo de unirse a nuestra alma en la sagrada comunión! Y, para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él; pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, que está barato y todos lo pueden hallar, para que todos y en todos los países lo puedan hallar y recibir.

Mas, ¿por qué desea tanto Jesucristo que vayamos a recibirle en la sagrada comunión? He aquí la razón. El amor, en expresión de San Dionisio, siempre aspira y tiende a la unión, y, como dice Santo Tomás, «los amigos que se aman de corazón quisieran estar de tal modo unidos que no formaran más que uno solo». En el Santísimo Sacramento, allí está como tras de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías. Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se halla realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos.

San Lorenzo Justiniano con Jesús, le dice: «¡Oh Dios!, enamorado de nuestras almas, por medio de este sacramento dispusiste que tu corazón y el nuestro fueran un solo corazón inseparablemente unido».

Siendo esto así, habíamos de confesar que el alma no puede hacer ni pensar cosa más grata a Jesucristo como hospedar en su corazón, con las debidas disposiciones, a huésped de tanta majestad, porque de esta manera se une a Jesucristo, que tal es el deseo de tan enamorado Señor. Hay que recibir a Jesús no con las disposiciones dignas, sino con las requeridas, porque, si fuese menester ser digno de este sacramento, ¿Quién jamás pudiera comulgar? Sólo un Dios podría ser digno de recibir a un Dios. «Sólo por amor se ha de recibir a Jesucristo en la sagrada comunión, ya que sólo por amor se entrega Él a nosotros», dice San Francisco de Sales.

No hay cosa que más aproveche al alma que la sagrada comunión. Al bajar Jesús al alma en la comunión, lleva consigo inmensos tesoros de gracias, por lo que todo el que comulga puede decir verdaderamente: Me vinieron los bienes a una todos con ella. San Vicente Ferrer aseguraba que más aprovecha el alma con una sola comunión que con una semana de ayuno a pan y agua.

Enseña el sagrado Concilio de Trento, la comunión es el gran remedio que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales. Dícese que nos libra de los pecados veniales porque, en sentir de Santo Tomás, este sacramento inclina al hombre a hacer actos de amor, con los que se borran los pecados veniales. Y dícese que la comunión nos preserva de los pecados mortales porque aumenta la gracia, que nos preserva de las culpas graves.

¡Ah, y qué llamas de divino amor enciende Jesucristo en cuantos le reciben devotamente en este sacramento! Santa Rosa de Lima, después de comulgar, despedía tales rayos del rostro, que deslumbraba la vista, y desprendía tal calor de su boca, que abrasaba la mano de quien se la acercaba. Según San Juan Crisóstomo, «la Eucaristía es una hoguera que de tal modo inflama a los que a ella se acercan, que como leones que echan fuego por la boca debemos levantarnos de aquella mesa, hechos fuertes y terribles contra los demonios».

Habrá quien diga: Por eso, precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor; y a este tal le responde Gersón diciendo: «Y porque te ves frío ¿quieres alejarte del fuego?». Cabalmente porque sientes helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este sacramento, siempre que alimentes sincero deseo de amar a Jesucristo. San Francisco de Sales en su Filotea dice: «Dos clases de personas tienen que comulgar con frecuencia: los perfectos, por hallarse bien dispuestos, y los imperfectos, para llegar a la perfección».

¡Oh Dios de amor!, ¡oh amante infinito y digno de infinito amor!, decidme: ¿Qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? No os bastó haceros hombre y sujetaros a nuestras miserias; no os bastó derramar por todos nosotros la sangre a fuerza de tormentos y después morir consumado de dolores en el patíbulo destinado a los reos más infames. Acabasteis por ocultaros bajo las especies de pan para haceros nuestro alimento y así uniros por completo con cada uno de nosotros. Decidme, os pregunto nuevamente, ¿Qué más invenciones pudierais hallar para haceros amar de nosotros? ¡Desgraciados si no os amáramos en esta vida; porque, al entrar en la eternidad, cuáles no serían nuestros remordimientos!.

Jesús mío, no quiero morir sin amaros, y sin amaros con todas mis fuerzas. Siento dolor por haberos causado tanta pena; me arrepiento de ello y quisiera morir de puro dolor.

Ahora os amo sobre todas las cosas, os amo más que a mí mismo y os consagro todos los afectos de mi corazón. Vos que me inspiráis este deseo, dadme fortaleza para llevarlo a la práctica.

San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo II. Cuánto merece ser amado Jesucristo por el amor que nos mostró en la institución del Santísimo Sacramento del Altar”

Deja una respuesta