Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados


La caridad va siempre unida con la verdad, por lo que, conociendo que Dios es el único y verdadero bien, aborrece la iniquidad, que se opone a la voluntad divina, y sólo se complace en lo que Dios quiere. De aquí procede que el alma amante de Dios se preocupa poco de lo que los demás digan de ella y sólo atiende a lo que es del agrado de Dios.

Si queremos hacernos santos, nuestro único deseo ha de ser renunciar a la voluntad propia para abrazarnos con la de Dios, porque la médula de todos los preceptos y consejos divinos estriba en hacer y padecer cuanto Dios quiere y como lo quiere. Roguemos, por tanto, al Señor que nos dé santa libertad de espíritu, libertad que nos hará abrazar cuanto agrada a Jesucristo, a pesar de las repugnancias del amor propio o del respeto humano.

El amor de Jesucristo pone a sus amantes en una total indiferencia, siendo para ellos todo igual, lo dulce como lo amargo; nada quieren de lo que les agrada a sí mismos, y quieren cuanto agrada a Dios; con la misma paz se dan a las cosas grandes que a las pequeñas, e igualmente reciben las cosas gratas que las ingratas; les basta agradar a Dios en todo.

Dice San Agustín: «Ama y haz lo que quieras»; ama a Dios y haz lo que quieras. Quien ama a Dios en verdad no anda tras otros gustos que los de Dios, y en esto sólo halla su contentamiento, en dar gusto a Dios. He aquí, por tanto, cuál ha de ser el único fin de todos nuestros pensamientos, de las obras, de los deseos y de nuestras oraciones: el gusto de Dios; éste es el camino que ha de conducirnos a la perfección: ir siempre en pos de la voluntad de Dios.

¡Señor, dadme a conocer qué queréis de mí, que dispuesto estoy a hacerlo todo! Y entendamos esto bien, que cuando queremos lo que Dios quiere, entonces queremos nuestro mayor bien, pues Dios a la verdad que no quiere sino nuestro verdadero bien.

Si estuviéramos unidos con la voluntad de Dios en todas las adversidades, ciertamente que nos santificaríamos y seríamos los más felices del mundo. Esforcémonos, pues, cuanto podamos, por tener nuestra voluntad unida con la de Dios en todas las cosas que nos sucedan, sean gratas o ingratas.

¡Feliz quien vive enteramente unido y abandonado al divino querer! Ni la prosperidad le ensalza ni la adversidad le abate, porque tiene entendido que todo viene de Dios. Única regla de su querer es el querer del Señor, por lo que sólo hace lo que Dios quiere y sólo quiere lo que quiere Dios; no se afana por emprender muchas cosas, sino por ejecutar perfectamente las que cree ser del agrado divino. De ahí que haga primero pasar las insignificantes obras de su estado antes que las acciones brillantes y gloriosas, pues está convencido de que en éstas puede intervenir el amor propio, al paso que en aquéllas ciertamente se encuentra la voluntad de Dios.

¡Oh Corazón amabilísimo de mi Salvador, Corazón enamorado de los hombres, cuando tan tiernamente los amáis; Corazón, en suma, digno de reinar y poseer nuestro corazón, ojalá que pudiera yo hacer que todos los hombres comprendieran el amor que les profesáis y las finezas que reserváis para las almas que os aman sin reserva! Por favor, dignaos, Jesús mío, aceptar la ofrenda y el sacrificio que os hago de mi voluntad; dadme a conocer lo que de mí queréis, que quiero ejecutarlo todo con vuestra gracia.

San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo XIII. Quien ama a Jesucristo, sólo quiere lo que quiere Jesucristo”

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