Señor, escucha mi voz cuando te llamo


En este mundo habremos de estar poco tiempo, y, a pesar de ser poco, son muchos los padecimientos por que habremos de pasar. Hay que sufrir; todos tenemos que sufrir; todos, sean justos o pecadores, han de llevar la cruz. Quien la lleva pacientemente, se salva, y quien la lleva impacientemente, se condena.

El día en que se discuta la causa de nuestra salvación, si queremos alcanzar sentencia de salvación, es preciso que nuestra vida se halle conforme con la de Jesucristo. Para esto se propuso el Verbo eterno venir al mundo, para enseñarnos con su ejemplo a llevar pacientemente las cruces que el Señor nos enviare. Para animarnos a padecer quiso Jesucristo padecer ¡Ah!, y ¿Cuál fue la vida de Jesucristo? Vida de ignominias y de penalidades. El hombre despreciado, tratado como el último de todos, el hombre de dolores; sí, porque la vida de Jesucristo estuvo saturada de trabajos y dolores.

Quien padece amando a Dios, dobla la ganancia para el paraíso. San Vicente de Paúl solía decir que el no penar en esta tierra debe reputarse por gran desgracia; y añadía que una congregación o persona que no padece y es de todo el mundo aplaudida, está ya al borde del precipicio. Por eso, el día que San Francisco de Asís pasaba sin algún trabajo por Cristo, temía que Dios le hubiese dejado de su mano. Escribe San Juan Crisóstomo que, cuando el Señor concede a alguno favor de padecer por Él, dale mayor gracia que si le concediera el poder resucitar a los muertos, porque, en esto de obrar milagros, el hombre se hace deudor de Dios; más en el padecer, Dios es quien se hace deudor del hombre.

No hay cosa que más agrade a Dios que el contemplar a un alma que con paciencia e igualdad de ánimo lleve cuantas cruces le mandare; que esto hace el amor, igualar al amante con el amado. Quien ama a Jesucristo desea que le traten como a Él le trataron, pobre, despreciado y humillado.

En esto estriba el mérito del alma que ama a Jesucristo, en amar el padecimiento. «Esto me dijo el Señor otro día: ¿Piensas, hija, que está el merecer en gozar? No está sino en obrar y en padecer y en amar… Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos, y a éstos responde el amor. ¿En qué te lo puedo más mostrar que querer para ti lo que quise para mí? Mira estas llagas, que nunca llegarán aquí tus dolores». «Pues creer que (Dios) admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos, es disparate». Y añade Santa Teresa, para consuelo nuestro: «Y aunque haya más tribulaciones y persecuciones, como se pasen sin ofender al Señor, sino holgándose de padecerlo por Él, todo es para mayor ganancia». Decía San José de Calasanz que «no sabe ganar a Cristo el que no sabe sufrir por Cristo».

¿Con cuánta mayor razón habremos de abrazarnos con nuestra cruz, sabiendo que los trabajos de esta breve vida nos conquistarán la bienaventuranza eterna?

Quien con más paciencia sufre, disfruta también de mayor paz. San Felipe Neri acostumbraba decir que en este mundo no hay purgatorio, sino tan sólo cielo o infierno; quien soporta pacientemente las tribulaciones, disfruta ya del cielo, y quien las rehúye, padece ya un infierno anticipado.

Persuadámonos de que en este valle de lágrimas no es posible que goce verdadera paz de corazón sino quien sobrelleva los padecimientos y se abraza gustoso con ellos para agradar a Dios.

¡Qué gusto proporcionan a Dios quienes humilde y pacientemente se abrazan con las cruces que les envía! Decía San Ignacio de Loyola que no hay leña tan a propósito para encender y conservar el fuego del amor de Dios como el madero de la cruz, es decir, el amarlo en medio de los sufrimientos.

Roguemos, pues, al Señor que nos halle dignos de amarlo; que, si le amamos perfectamente, todos los bienes terrenos se nos harán humo y lodo, al paso que las ignominias se tornarán en suavísimos deleites.

Querido Jesús mío y tesoro mío, por las ofensas que os hice no merezco disfrutar de vuestro amor, más por vuestros merecimientos os ruego me hagáis digno de él. Os amo sobre todas las cosas y me arrepiento de todo corazón por haberos despreciado en lo pasado y arrojado del alma. Ahora os amo más que a mí mismo, os amo con todo mi corazón, ¡oh bien infinito!, os amo, os amo, os amo y nada más deseo que amaros perfectamente. Una sola cosa temo, y es verme privado de vuestro amor.

Enamorado Redentor mío, dadme a conocer el sumo bien que sois y el amor que me profesasteis para obligarme a amaros. Dios mío, no permitáis que viva ingrato a tanta bondad vuestra. Sobrado os he ofendido; no quiero ya separarme de vos; quiero emplear cuantos años me restaren de vida en amaros y complaceros. Socorredme, Jesús mío y amor mío; ayudad a un pecador que anhela amaros y entregarse completamente a vos.

San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo V. Quien ama a Jesucristo, ama el padecimiento”

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