Presentación en el Templo

La presentación en el templo sólo se relata en el evangelio de San Lucas:

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». (Lc  2, 21-24)

 
La ley de Moisés decía que la mujer, después del parto, cuarenta días después del nacimiento de un hijo varón y ochenta de una hija, debía purificarse en el templo y dejar allí su ofrenda. Consumado el sacrificio, la mujer quedaba limpia de la impureza del parto. En el caso de la gente pobre, no se exigía sacrificar un cordero, sino dos palomas o tórtolas.

Sabemos que Cristo fue concebido sin mancha de pecado y que su Madre permanecía Virgen. Por eso, a ella evidentemente no le correspondía esta disposición de la ley. Sin embargo, a los ojos del mundo, le obligaba el mandato. Y entonces, con toda humildad, como María es obediente en todo al Dios de su pueblo, se somete a esta ceremonia tradicional y hace la ofrenda de los pobres: dos palomas.

Una segunda ley ordenaba ofrecerle a Dios al hijo varón primogénito. Desde la salida de Egipto, todo primogénito era propiedad de Dios y tenía que ser rescatado, mediante cierta suma de dinero. María cumplió también estrictamente con todas estas ordenanzas. Por supuesto, Cristo estaba exento de esa ley, ya que es el Hijo de Dios. Sin embargo quería darnos ejemplo de humildad, obediencia y devoción al renovar públicamente la propia oblación al Padre.

María no necesitaba purificarse, porque Dios la había preservado de toda mancha de pecado desde su concepción inmaculada. Y el Niño Jesús, por su parte, tampoco necesitaba ser ofrecido a Dios, porque era ya todo de Él desde la eternidad.

No obstante, María se somete libremente a las prescripciones de la ley de Moisés y acepta purificarse. Y Jesús ofrece al Padre el acto de su filial obediencia y devoción presentándose a Él en el templo a los pocos días de su nacimiento.

¿Por qué hacen esto si no era necesario para ellos? Lo hacen para que nosotros nos viésemos libres del yugo de la ley. Tanto María como Jesús, se sometieron voluntariamente a la Ley para liberarnos a nosotros de ella. Esto forma parte de plan de Dios de Salvación, Dios se hace hombre, se encarna en el seno de la Virgen María, para ser verdadero hombre y verdadero Dios y así poder redimirnos. Dios comienza esta redención desde el mismo momento de la Encarnación, aunque culmine con su pasión y muerte en la cruz.

¡Qué hermoso gesto de humildad y de obediencia amorosa a Dios de estas dos almas santísimas!.

Puedo aprender de su humildad dándome cuenta que aunque, con mi visión terrenal, me parezca que me merezco algunos privilegios, honores o alabanzas, tal vez por mis buenos actos, o por mi fe, o por mi piedad, o por la caridad que demuestro hacia el prójimo, etc., debo reconocer que no soy yo en realidad quien los merezco, sino Dios, porque lo bueno que hay en mí, no es cosa mía, sino que es esa semilla del Verbo Encarnado, esa imagen de Dios, que actúa en mi buscando hacer el Bien, buscando la Bondad y la Verdad. Dios cuando me dio la vida, me hizo a su imagen, sembró en mi corazón su Bondad y su Amor. Y esto es lo que me hace ser bueno, tener fe y caridad. Por eso los méritos son de Dios y no míos.

Puedo también aprender de su obediencia aceptando aquello que Dios me pide y me da. No entenderé a veces el porqué de algunas cosas, incluso algunas me parecerán injustas y dolorosas. Pero debo tener confianza en Dios, en que Él sabe lo que es necesario por mi bien y mi salvación y por el bien y la salvación de todos los seres humanos. Dios me soñó antes de que naciese y me puso en este momento de la historia junto con estas personas que hay a mí alrededor, no por casualidad, sino porque Él tiene un plan para mí y todo encaja en su plan de salvación de la humanidad. Yo debo aprender a obedecer y tener la esperanza de que algún día, cuando esté en su presencia, entenderé todo lo que ahora no entiendo.

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