Parábola de las diez vírgenes
Esta parábola de “Las diez vírgenes” aparece sólo en el evangelio de san Mateo:
Esta parábola se encuentra dentro del apartado del Discurso Escatológico del Evangelio de san Mateo, donde Jesús exhorta a los discípulos a vigilar ante la consumación del Reino de Dios, la parusía de Jesús.
La escena está ambientada en el último día de los festejos matrimoniales judíos. La mujer, después de celebrados los desposorios, permanecía todavía unos meses en la casa de sus padres. Más tarde, el esposo se dirigía a la casa de la mujer, donde tenía lugar una segunda ceremonia, más festiva y solemne, y desde allí se dirigían al nuevo hogar. En casa de la esposa, ésta esperaba al esposo acompañada por otras jóvenes no casadas, sus amigas. Cuando llegaba el esposo, las que habían acompañado a la novia, junto con los demás invitados, entraban con ellos y, cerradas las puertas, comenzaba la fiesta.
En esta parábola, la boda representa al Reino de los Cielos, las diez vírgenes a la comunidad cristiana, el novio es Cristo, la tardanza del novio alude al retraso de la parusía, su repentina llegada es la llegada inesperada de la parusía, la casa es el Reino de Dios y el rechazo de las vírgenes necias es el juicio final. Para los judíos, el aceite, era símbolo de alegría y de fiesta, y representaba las obras justas que permitían participar en la alegría mesiánica. Por tanto, en la parábola unas vírgenes se encontrarán vigilantes, con buenas obras; y otras, descuidadas, sin aceite.
En la actitud de las diez vírgenes podemos ver representados dos modos de esperar la llegada del Señor, al Esposo, que viene: uno, puede ser una espera distraída, sin esperar con ansiedad la llegada, ajetreadas en otras cosas, dejándolo en segundo término; y el otro, una espera vigilante, fijando todo el interés en lo importante, empleando todos los medios necesarios para no fallar, preparada para salir al encuentro aun cuando el sueño nos venza. Una y otra dependerán de la calidad del amor que haya en nosotros.
Esta parábola nos invita a no olvidarnos de lo esencial, de lo que hace referencia al Señor. No podemos estar empleando nuestra vida en lo secundario, de menor importancia: el éxito, la fama, la riqueza, la salud… Todo eso es bueno si nos ayuda a mantener la lámpara encendida con una buena provisión de aceite, que son las buenas obras, especialmente la caridad.
Como cristianos, debemos vivir nuestra existencia humana como un cortejo de bodas que sale al encuentro del Señor, vigilando, pensando en aquel que va a venir, considerando su ausencia como un vacío en el corazón imposible de colmar, consumiéndonos porque tarda su llegada, no permitiendo que otro ocupe nuestro corazón en su lugar mientras él llega.
Inmediatamente después de nuestra muerte tendrá lugar el juicio particular, en el que nuestra alma, con una luz recibida de Dios, verá en un instante y con toda claridad los méritos y las culpas de nuestra vida en la tierra, nuestras obras buenas y nuestros pecados. Debemos preguntarnos: si Cristo viniera hoy a nuestro encuentro, ¿nos encontraría vigilantes, esperándole con las manos llenas de buenas obras?