Parábola de la vid y los sarmientos

Esta parábola de “La vid y los sarmientos” aparece sólo en el evangelio de san Juan:

Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. (Jn 15, 1-6)

 
El texto nos habla de la comunión profunda, real e indestructible que existe entre Cristo y los que creen en él.

La imagen de la vid es uno de los símbolos usados por el Antiguo Testamento para representar a Israel en sus relaciones con Dios.

Aquí Jesús se proclama como la verdadera vid, cuyo fruto, el verdadero Israel, no defraudará a Dios. La vid, ya no es el pueblo elegido, sino Jesús mismo, que se presenta con relaciones filiales muy particulares respecto de Dios, su Padre. Es la vid verdadera, auténtica, que realiza en plenitud su misión, es quien cumple en sí mismo las promesas de los profetas sobre el auténtico Israel, la victoria perfecta de Dios que corona los esfuerzos realizados por Dios desde el comienzo del mundo. Jesús es la vid, plantada por el Padre, que produce frutos de vida eterna. En él, la gracia de Dios ha dado todos sus frutos, en él, Dios puede descansar perfectamente en una humanidad que produce frutos incomparables de santidad. El proyecto que Dios tenía con el pueblo de Israel se cumple ahora con Jesús. Jesús viene a decir: yo soy el verdadero pueblo de Israel.

Es la vid de donde brota, como de su fuente, la vida que pasa a los sarmientos. La vid siempre tiene sarmientos, pero aunque todas esas ramas estén unidas a la vid, unas dan fruto y otras no. Para que las ramas se beneficien de esta savia vital, deben permanecer íntimamente unidas a la vid, esta unión permitirá a los sarmientos dar abundantes frutos.

Es probable que en la mente del evangelista estén presentes esos miembros cristianos que de una o de otra forma abandonaron la fe de Jesús en las comunidades primitivas. Como aviso para los cristianos de todos los tiempos, nos quiere decir que sin obras no vale la fe. Y los que dan fruto son podados para dar mayores obras. Un discípulo de Jesús, si recibe plenitud de vida, estará también en condiciones de dar fruto, de entregarse por los demás comunicándoles la vida que él ha recibido (persecuciones, tribulaciones, la cruz, etc.). Los que se ponen al servicio del Padre, de esta forma darán fruto. Los discípulos son sarmientos purificados, podados ya, gracias a la palabra de Jesús, y por lo tanto capaces de producir fruto abundante y de calidad.

La vida cristiana es cumplir los mandamientos, es ir por la senda de las bienaventuranzas, es realizar obras de misericordia, pero sobre todo es permanecer en Jesús. Nosotros sin Jesús no podemos hacer nada, como los sarmientos sin la vid. Pero también necesitamos que Jesús permanezca en nosotros. Y él permanece en nosotros para darnos la fuerza de dar fruto, para darnos la fuerza del testimonio con el que crece la Iglesia. La vida del cristiano debe demostrar que se está identificado con el Señor, con sus valores, sus opciones, su comportamiento, La vida del cristiano ha de reflejar la de su maestro. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus enseñanzas, y para ello contamos con el apoyo decidido de Jesús.

El seguimiento de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un momento de fervor y después, por las vicisitudes de la vida, se va dejando enfriar hasta que se pierde. Seguir a Jesús es una resolución de por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero amor perdura, sin vuelta atrás.

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