Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado
Explicando San Gregorio estas palabras: La caridad no se pavonea, dice que la caridad, deseosa de ir siempre adelante en el amor de Dios, no admite nada que no sea recto y santo. Y porque la caridad ama la perfección, se desprende de aquí que aborrece la tibieza con que sirven a Dios ciertas almas, con grave riesgo de perder la caridad, la gracia divina, el alma y todo.
Importa, ante todo, señalar dos especies de tibieza, la una inevitable y la segunda que se puede evitar.
La inevitable es aquella de la cual ni los santos se vieron exentos, y abarca todos los defectos que cometemos sin plena voluntad y tan sólo por nuestra frágil naturaleza, como las distracciones en la oración, las inquietudes interiores, las palabras inútiles, la curiosidad vana, los deseos de bien parecer, cierta sensualidad en el comer o en el beber, algunos movimientos de la concupiscencia no reprimidos al instante y cosas semejantes. Defectos son éstos que debemos evitar en cuanto en nuestra mano esté; más, debido a nuestra flaca naturaleza, viciada por el pecado, es imposible evitarlos por completo. También debiéramos detestarlos una vez cometidos, porque no son del agrado de Dios. Pero debemos guardarnos de caer por ello en turbación y desaliento, porque, como dice San Francisco de Sales, «los pensamientos que nos angustian no vienen de Dios, que es príncipe de paz, sino que traen su origen o del demonio, o del amor propio, o de la estima que de nosotros mismos tenemos».
La tibieza, pues, que impide llegar a la imperfección es la evitable, cuando se cae en pecados veniales deliberados, porque estos pecados, cometidos a cara descubierta, se podrían evitar perfectamente, ayudados de la divina gracia, aun en la vida presente. Tales son, por ejemplo, las mentiras voluntarias, las murmuraciones leves, las imprecaciones, los resentimientos manifestados con la lengua, las burlas del prójimo, las palabras picantes, el alabarse y andar tras de la estima propia, los rencores y malquerencias abrigados en el corazón, la afición desordenada a personas de diverso sexo. Debemos, pues, temer cometer tales defectos deliberados, porque ponen a Dios como en la necesidad de privar al hombre de las divinas ilustraciones y del socorro de su mano poderosa y de sus más suaves y regalados consuelos espirituales; de aquí nace que el alma se da a las cosas espirituales con tedio y con trabajo, por lo que empieza por abandonar la oración, la comunión, las visitas al Santísimo Sacramento, las novenas, y, finalmente, con toda facilidad lo dejará todo, como ha acontecido no raras veces a tantas desgraciadas almas.
Pero, y quien haya caído en tan miserable estado de tibieza, ¿Qué deberá hacer? Cierto que es harto difícil ver al alma tibia recobrar el primitivo fervor, mas también es cierto que el Señor dijo que lo que los hombres no pueden lo puede Dios. El que ruega y emplea los medios a ello conducentes, presto alcanza lo que desea. Cinco son los medios para salir de la tibieza y adelantar en la perfección, a saber: desearla; resolverse a ello; la oración mental; la comunión, y la oración.
¡Oh Jesús mío!, quiero amaros cuanto pueda y hacerme santo, y lo quiero para daros gusto y amaros mucho en esta y en la otra vida. Nada puedo, pero vos lo podéis todo y sois quien me queréis santo. Siento ya que, por un efecto de vuestra gracia, mi alma suspira por vos y a nadie busca sino a vos. No quiero seguir viviendo para mí; vos me deseáis todo vuestro y yo quiero darme por entero a vos. Venid y unidme a vos y uníos vos a mí; vos sois bondad infinita, que con tanto amor me ha distinguido; sois amante excesivo y amable sobre cuanto se puede encarecer. ¿Cómo, pues, podré amar otra cosa fuera de vos? Prefiero vuestro amor a todas las cosas criadas; vos sois el único objeto, el dueño único de todos mis afectos. Renuncio a todo para no tener más ocupación que amaros a vos solo, Criador mío, Redentor mío, consuelo, esperanza, amor mío y mi todo.
No desconfío de llegar a la santidad, a pesar de mis ofensas pasadas, pues reconozco que, si habéis muerto, ha sido para perdonar al pecador que se arrepiente. Os amo ahora con toda mi alma, os amo de todo corazón, os amo más que a mí mismo y me arrepiento sobre otro mal de haberos disgustado a vos, sumo bien.
Ya no soy mío, sino vuestro; disponed de mí, ¡oh Dios de mi corazón!, como os pluguiere. Acepto, para agradaros, cuantas tribulaciones queráis enviarme, enfermedades, dolores, angustias, ignominias, pobreza, persecuciones y desconsuelos; todo lo acepto para complaceros. Acepto también la muerte que queráis enviarme, con todas las congojas y cruces que la han de acompañar; bástame que me concedáis la gracia de amaros con todo corazón. Ayuda y fuerza os pido para que pueda reparar, en lo que me restare de vida, las amarguras que en lo pasado os causé, único amor del alma mía.
San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo VIII. Quien ama a Jesucristo, huye de la tibieza y busca los medios de alcanzar la perfección”