Las profecías de Simeón y de Ana

Las profecías de Simeón y de Ana sólo se relatan en el evangelio de san Lucas:

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón* lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

 «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

 Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre:

«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. (Lc 2, 25-38)

 
Simeón era un hombre justo, cumplidor de la Ley de Dios, y piadoso, que rezaba en el Templo, es decir, un buen fiel del pueblo de Dios. Como buen judío, esperaba al Mesías salvador de su pueblo. Movido por el Espíritu de Dios le guía al encuentro con Jesús, y bajo su acción pronuncia el “Nunc dimittis”, donde dice que ya puede morir en paz, después de haber servido fielmente al Señor a lo largo de toda su vida, alegre por haberle encontrado finalmente presente en el pequeño niño Jesús, luz para todos los no judíos y gloria para el pueblo de Israel, es decir el salvador universal.

Ana era una mujer que servía a Dios noche y día con ayunos y oraciones, era también una buena mujer fiel del pueblo de Dios. El Espíritu de Dios, igual que a Simeón, la impulsa a hablar a todos del nacimiento del Mesías.

Simeón y Ana encarnan en sus vidas las esperanzas de todo el Israel piadoso que hace de la oración y del servicio a Dios el centro de su vida. A lo largo de su vida han aprendido a depender de Dios, a esperarle, a creer en su fidelidad y en el cumplimiento de sus promesas. Y por eso, entre toda la gente que se encontraba en el Templo, sólo ellos, bajo la guía del Espíritu, son capaces de reconocer en ese niño, la salvación y el consuelo que esperaban.  Para ellos empieza a ser realidad en la historia la esperanza mesiánica, el niño es el Mesías esperado por el pueblo de Israel.

Estas dos figuras nos invitan a no pensar que somos nosotros con nuestros medios los que vamos a salvarnos. Nos invitan a mirar con serenidad nuestra pobreza y fragilidad y a abandonarnos totalmente en Dios, a abrir nuestros corazones y nuestros brazos para acoger a Jesús como don de nuestra salvación. Nos invitan a perseverar en la oración, en el servicio y la obediencia a Dios, en espera de aquel día que nos encontremos definitivamente con Él en el “Templo” de la Jerusalén Celeste.

También nos dicen que Dios nos llama a que lo encontremos a través de la fidelidad en las cosas concretas cada día: la oración diaria, la misa, la confesión, la caridad verdadera, la Palabra de Dios. A Dios hay que encontrarlo cada día de nuestra existencia, no de vez en cuando, sino todos los días. Seguir a Jesús no es una decisión que se toma de una vez por todas, es una elección cotidiana, diaria. Todos los días de mi vida tengo que encontrar a Jesús y seguirle.

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