La parábola del siervo malvado

Esta parábola de “El siervo malvado” aparece sólo en el evangelio de san Mateo:

Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”. Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: “Págame lo que me debes”. El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré”. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”. Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano».  (Mt 18, 23-35)

 
Jesús, con esta parábola, vuelve al tema del pecado: hay que perdonar siempre al hermano.

Pedro le plantea a Jesús ¿Cuántas veces hay que perdonar al hermano en caso de recibir una ofensa personal?. La práctica judía preveía que se perdonara una misma culpa hasta tres veces. Pedro, al preguntar si basta con siete veces (número que indica la perfección), se muestra disponible a un perdón generoso. Sin embargo, Jesús da una vez más un vuelco a la perspectiva yendo más allá de la ley establecida: es preciso perdonar setenta veces siete, o sea, siempre.

En la parábola podemos ver cómo un señor perdona a su siervo diez mil talentos y en cambio éste no quiere perdonar cien denarios a su compañero. Para hacernos una idea de las magnitudes de las deudas, un denario era una moneda de plata romana que pesaba alrededor de 4 gramos, y equivalía al salario diario de un obrero común o de un soldado. Mientras que un talento era una unidad de peso de oro que pesaba unos 35 kilogramos.

Es decir, a uno se le perdonan unos trescientos cincuenta mil kilogramos de oro, muchísimo más de lo que suponía el patrimonio de un rey inmensamente rico de la época, y al otro no se le quiere perdonar unos 400 gramos de plata, equivalente al sueldo de unos cien días de trabajo de un obrero.

Cuando comparamos el valor de esos cien denarios con el de los diez mil talentos, podemos comprender lo enorme que es la gracia que Dios nos da, y lo pequeñas que son las ofensas que nos hacen nuestros hermanos.

Dios nos perdona siempre que nos arrepentimos y, aunque no se puede comparar el perdón de Dios para con nosotros con el que nosotros podemos dar a nuestros hermanos, tenemos que ser conscientes que nuestro perdón está condicionado a que nosotros perdonemos a los que nos ofenden, por lo menos así lo rezamos en el Padrenuestro. Dios quiere que perdonemos los errores de nuestros hermanos con amor, así como Él ha perdonado nuestros pecados.

No siempre resulta fácil contenernos frente a los que nos causan sufrimiento, nos ofenden, nos desprecian. Para vencer las resistencias instintivas, debemos mantener fija la mirada en Jesús, sin olvidarnos de todo lo que el Señor nos ha perdonado y nos perdona continuamente. ¿Qué es lo que ha podido hacerte tu ofensor comparado con lo que tú te haces a ti mismo cuando enciendes tu ira y atraes hacia ti la condena de Dios? Si te obstinas en tu malhumor y enfado, entonces el daño será para ti, no el que te hace tu enemigo, sino el que te haces tú a ti mismo.

Realmente, si nosotros queremos, nadie será capaz de agraviarnos ni dañarnos, incluso nuestros mismos enemigos nos harán el mayor favor, pues ganaremos sufriendo con mansedumbre sus ataques. El beneficio está claro: nos libramos de nuestros pecados; adquirimos constancia y paciencia; ganamos mansedumbre y misericordia, porque quien no sabe irritarse contra quienes le ofenden y dañan, con más razón será suave con los que le quieren; nos limpiamos de la ira y de la tristeza, ya que el que no sabe irritarse no sabe tampoco estar triste; etc.

Por tanto, esforcémonos por no odiar a nadie, a fin de que Dios nos ame, y así, aun cuando le debamos diez mil talentos, se compadecerá de nosotros y nos perdonará.

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