La historia de Israel
La creación y los primeros hombres (Génesis del capítulo 1 al 11)
Dios es la fuente de toda la creación. Sin embargo, la creación no es idéntica a Dios. Dios le da a su creación una independencia propia, la existencia comprensible de la creación al ser algo distinto a Dios mismo.
Esto se refleja mejor en la descripción de la creación de las plantas. “Y dijo Dios: Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semilla, y árboles frutales que den fruto sobre la tierra según su género, con su semilla en él. Y fue así.” (Génesis 1, 11).
Dios lo crea todo, pero además, siembra literalmente la semilla para la perpetuación de la creación a través de los tiempos. La creación depende de Dios por siempre “porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17:28) y aun así, sigue siendo un ente distinto. Esto le da hermosura y valor a nuestro trabajo, cuya fuente es Dios, pero también tiene su propia importancia y dignidad.
Como resumen de estos 11 capítulos del Génesis podríamos decir que los capítulos 1 y 2 tratan del perfecto diseño de Dios, la realidad de nuestro pasado, y nuestra guía para el presente. Y los capítulos 3 al 11, de la naturaleza de nuestro pecado.
Estos capítulos, que ponen en escena a personajes con nombres simbólicos (Adán, Eva, Caín, Abel, Henoc, Sem, Jafet, Nemrod) en lugares absolutamente simbólicos (jardín, Edén, Nod, Oriente, Babel), solo encuentran escasos ecos en el resto de la Biblia. Denominados como «La historia primitiva», es una narrativa de la creación y de los orígenes de la humanidad como preludio de los orígenes de Israel.
La tradición yahvista (J) presenta su visión, en la historia del jardín (Génesis 2-3), en la expansión del pecado (Génesis 4), en el diluvio (Génesis 6-8), en la torre de Babel y en la confusión de las lenguas (Génesis 11). En el conjunto hay trazos de genealogía (Génesis 4, 17-26) y parte de la lista de los pueblos (Génesis 10). La veneración de Yahvéh viene desde los orígenes de la humanidad. Él es venerado por Enós (Génesis 4,26). La situación humana aparece en la narración del jardín y en la maldición que atraviesa la historia hasta llegar a la bendición prometida a Abraham (Génesis 3, 14.17; 4, 11; 5, 29; 9, 26s; 12, 1-3).
El sacerdotal (P), en el contexto del exilio de Babilonia, hace un proyecto de restauración cultual y muestra que la historia es una sucesión de generaciones, cuya plenitud se halla en el tiempo de Moisés y de Aarón (Géneris 2, 4). Él hace la historia de la alianza a partir de la creación, hasta llegar a la alianza perpetua confiada a los hijos de Aarón (Génesis 1, 9).
Los Patriarcas (Génesis del capítulo 12 al 36)
Con Abraham se inicia la historia del Pueblo de Israel.
Un día Abraham sintió que Yahveh, un dios desconocido en su país, le decía: «Deja tu tierra, a los de tu raza y a la familia de tu padre, y anda a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré» (Génesis 12,1-2). Abraham tomó a su mujer, a su sobrino, cogió todas sus pertenencias y esclavos y salió camino de Canaán (Génesis 12,4-5). Abraham sale de Mesopotamia, buscando una nueva tierra, Canaán donde nacen sus hijos, sus nietos ya familia va aumentando. Esto sucede por el año 1.850 antes de Cristo.
Abraham y su esposa Sara llevaban muchos años casados. Abraham tiene la promesa de Yahveh de que de él nacerá una nación grande (Génesis 12, 2), y para eso, Abraham necesitaba tener al menos un hijo y Yahveh le prometió un hijo (Génesis 15, 4). Sin embargo Abraham con 85 años y viendo que ya era muy viejo y que no llegaba su hijo esperado y prometido por Yahveh, por sugerencia de Sara, tomó a Agar, su sierva egipcia como concubina y tuvieron un hijo, Ismael (Génesis 16, 16). Pero a pesar de la infidelidad de Abraham, Yahveh permanece fiel, y cuando Abraham tenía 99 años, Yahveh cumplió su promesa y su esposa Sara se quedó embarazada y nació su hijo Isaac (Génesis 17, 1). Una vez muerta Sara, Abraham toma otras concubinas de las que nacen otros 6 hijos más.
De Isaac, nacieron gemelos: Esau y Jacob. Según la costumbre social de ese tiempo, el mayor debía recibir la bendición del padre, como herencia. Pero en este caso, Yahveh le dijo a Rebeca, esposa de Isasc: «Dos naciónes hay en tu seno; dos pueblos se separaran desde tus entrañas. Uno será más fuerte que el otro, y el mayor servirá el menor.» (Génesis 25, 23) Y así fue, el menor recibió la Bendición del padre y no el mayor (venta de la primogenitura por un plato de lentejas – Génesis 25, 27).
Yahveh cambio el nombre de Jacob por Israel. Israel se caso, tuvo 12 hijos, de los cuales se formaron las 12 tribus de Israel y de ahí, el Pueblo de Israel, el Pueblo de Dios.
Abraham, Isaac y Jacob son llamados patriarcas. Ellos son los primeros padres y fundadores del Pueblo de Israel.
Podemos decir que con Abraham comienza la Revelación de Dios al hombre. Antes de Abraham, está la Creación del mundo por Dios: creación de todas las cosas, el hombre, el paraíso, el pecado y la pérdida del paraíso y la promesa de salvación. Podríamos hablar de una Revelación natural, de la capacidad que el hombre tiene por su razón de reconocer la mano de Dios en la creación del mundo.
Con Abraham nace la primera alianza, Dios le hace la promesa a Abraham de crear el pueblo de Israel de su descendencia y que siempre le protegerá y a cambio el pueblo de Israel debe creer en Yahveh como su único Dios (antes de esta alianza tanto Abraham como su pueblo eran politeístas).
Abraham es ejemplo de cómo debe ser nuestra fe: no creamos en cosas o ideas, sino en Dios, no en cosas, sino en Cristo, no en sacrificios cultuales sino en un Dios que es misericordia, amor incondicional.
Abraham es ejemplo para nosotros en su desinstalación. Hemos de estar cada día saliendo de lo seguro para correr riesgos, fiados en Dios. Si Abraham se hubiera quedado en Ur, jamás hubiéramos sabido de él, hubiera sido únicamente el hijo de un caldeo rico, uno más.
Abraham es ejemplo para nosotros en el amor. Amó profundamente a su mujer, a sus hijos, a sus sobrinos, a unos extraños por los que está dispuesto a regatear hasta con Dios, a los huéspedes que llegan a su casa de pasada.
Abraham es ejemplo para nosotros en su monoteísmo. Adora a Dios allí en donde Dios se le presenta, allí en donde Dios le salga al encuentro.
Abraham es ejemplo para nosotros en el profetismo de su vida. Abraham es profeta. La llamada de Abraham va acompañada de una misión: es enviado a otros hombres para comunicarles el mensaje divino. Abraham transmite su fe y las promesas de Dios a su gente y, por medio de ellos, a todos los demás pueblos de la tierra. Abraham es profeta porque vive en diálogo permanente con Dios.
Liberación y vuelta a su tierra (Éxodo, Números, Deuteronomio y Josué)
Jacob tuvo 12 hijos, pero sobre todo amaba muchísimo a José. Cuando sus hermanos mayores vieron cuánto amaba Jacob a José, empezaron a sentir envidia y a odiar a José. Pero también había otra razón por la cual lo odiaban: José tuvo dos sueños en los que sus hermanos se inclinaban ante él. El odio de sus hermanos se hizo peor todavía cuando José les contó estos sueños.
Un día, cuando los hermanos mayores de José están atendiendo las ovejas de su padre, Jacob le pide a José que vaya y vea cómo les va. Cuando los hermanos de José lo ven venir, algunos de ellos dicen: ‘¡Vamos a matarlo!’ Pero el mayor, Rubén, dice: ‘¡No, no hagan eso!’ En vez de eso, echan a José en un pozo de agua que está seco. Judá dice a sus hermanos: ‘Vamos a venderlo a los ismaelitas.’ Y eso hicieron, vendieron a José por 20 piezas de plata. José tiene 17 años cuando lo llevan a Egipto y allí lo venden a un hombre llamado Potifar que trabaja para el Faraón.
José le cuenta al faraón dos sueños que ha tenido, en los que vendrá 7 años de buenas cosechas pero luego 7 años de malas cosechas y hambre. José le propone al faraón que busque un hombre sabio que se encargue de guardar durante los 7 años de buenas cosechas para tener en los malos y el faraón nombra a José que llega a ser el segundo más importante de Egipto.
En esta época de hambre, mucha gente viaja a Egipto, donde la tierra es más fértil y tienen reservas en graneros gracias a José. Entre ellos están su familia. José ve que sus hermanos han cambiado y los acepta y les da tierras para que se establezcan en Egipto.
La familia de Jacob se había hecho muy grande. Juntos eran 70 cuando se mudaron a Egipto, contando a Jacob y sus hijos y nietos. Pero también estaban allí las esposas, y quizás muchos siervos además. Todos estos empezaron a vivir en Egipto. Se les llamó israelitas, porque Dios había cambiado el nombre de Jacob a Israel.
Tal como Dios había prometido a Abraham, el Pueblo de Israel estaba creciendo muchísimo. Ya no eran los 12 hijos de Jacob y las 50 personas que llegaron de la tierra de Canaán a Egipto, sino que eran miles de personas. Llegaron a ser tantos que el nuevo faraón de Egipto le dio miedo porque los israelitas eran muchos más que los egipcios y comienza la esclavitud de los israelitas.
En el siglo XII a.C., nació, en una familia hebrea de la tribu de Leví, un niño al que su madre echó al Nilo en un cesto de mimbre para darle la oportunidad de salvarse, ya que el faraón había decretado la muerte de todos los varones hebreos. El niño fue salvado de las aguas por la hija del faraón y recogido en la corte; le llamaron Moisés, que significa salvado de las aguas.
La juventud de Moisés en la corte del faraón transcurrió en silencio hasta el momento en que Moisés dio muerte a un capataz egipcio que maltrataba a un esclavo hebreo. Tras el asesinato, se vio forzado a huir y se exilió en el país de Madián, más allá de los confines orientales del delta, en donde se refugiaban las personas que huían de Egipto. Allí, ayudó a las hijas del sacerdote Jetro, que fueron agredidas por pastores, y permaneció unos cuarenta años junto a este hombre que le dio en matrimonio a su hija Séfora.
Cuando Moisés apacentaba el rebaño de Jetro, en la región del monte Horeb (otro nombre del Sinaí), Dios se le apareció en forma de una zarza ardiente, la que no se consumía, y le reveló su voluntad de enviarlo a Egipto para liberar a su pueblo. Moisés se mostró primero reticente, pero Dios le ordenó dirigirse a sus compatriotas diciéndoles: «Él es (Yahvé), el Dios de vuestros padres, el que me envió hacia vosotros», y le otorgó poderes taumatúrgicos.
De vuelta en Egipto, Moisés se presentó ante el faraón para pedirle que dejase partir al pueblo hacia el desierto durante tres días, para ofrecer sacrificios a Yahvé. Pero el faraón se negó y acentuó su opresión contra el pueblo hebreo. Entonces Yahvé ordenó a Moisés castigar a Egipto con diez plagas: el agua del Nilo se convirtió en sangre; ranas, zancudos y tábanos infestaron el territorio. El ganado moría, los hombres estaban cubiertos de póstulas, el granizo caía asolando Egipto, las langostas devoraban las cosechas y espesas tinieblas cubrían la región. Cada vez, el faraón prometía que dejaría partir al pueblo, pero tan pronto cesaba la calamidad, su corazón se endurecía.
Entonces, Moisés anunció la muerte de todos los primogénitos y ordenó a sus compatriotas inmolar un cordero de un año de edad, al interior de cada familia, durante la noche del 14 al 15 de Abib (marzo-abril). Su sangre debía esparcirse sobre las dos jambas y el dintel, para señalar las casas de los hebreos, quienes serían los únicos perdonados por la desolación. La víctima y, en consecuencia, el rito se llamaban pessah, «pascua», es decir, «pasar más allá». En la mañana, el faraón cedió y ordenó la salida de los hebreos de Egipto.
Después de escapar de la esclavitud en Egipto, Moisés condujo al pueblo de Israel por el desierto durante cuarenta años. Cuando el pueblo acampó en los llanos de Moab, en el lado este del río Jordán, Moisés murió y Josué se convirtió en su nuevo líder.
Con Moisés tenemos la segunda gran Revelación de Dios al hombre, Dios se muestra con palabras y acciones, con palabras Dios habla a Moisés y le dice lo que debe hacer (la zarza ardiendo, le envía a Egipto, le da los 10 mandamientos) y con las acciones (obliga a los egipcios a liberar al pueblo judío, paso del mar muerto, el desierto: agua y maná).
Antes de entrar a Canaán, el pueblo de Israel tenía que cruzar el río Jordán. Una vez más, Dios estuvo con ellos y los ayudó de una manera milagros (Josué 3, 15). Después de cruzar el río y llegar a Guilgal, el pueblo hizo un monumento usando doce piedras, una piedra por cada tribu de Israel; y acampó allí.
En aquel lugar el pueblo de Israel se preparó para la captura de Jericó, una ciudad amurallada cercana que se levantaba sobre un montículo a lo largo de una ruta comercial importante de este a oeste en el valle fértil del río Jordán. La conquista de Jericó es otra historia milagrosa. Después de que los sacerdotes israelitas y el ejército marcharan alrededor de la ciudad durante siete días, como lo había mandado el Señor, los sacerdotes tocaron sus trompetas y el pueblo gritó. Las paredes de la ciudad cayeron y los israelitas capturaron la ciudad (Josué 6). Desde Jericó, Josué y el pueblo fueron a otras partes de Canaán, capturando ciudades en batalla o haciendo acuerdos con las personas que ya vivían en la tierra.
Josué repartió diferentes franjas de la tierra de Canaán a cada una de las once tribus de Israel (Josué 13-21). La tribu de Leví no recibió su lote de tierra, porque a ellos se les dio una tarea especial, estarían encargados de ofrecer sacrificios a Dios (Deuteronomio 18, 1). Estas tribus eran como grandes familias extendidas, cuya autoridad recaía en el varón de más edad (el patriarca).
A pesar de que las doce tribus estaban dispersas en diferentes áreas de Canaán, compartían una historia común y seguían la ley de Moisés. Justo antes de morir, Josué reunió a todas las tribus en Siquem. Los invitó a permanecer fieles a Dios y a no adorar nunca a otros dioses (Josué 24, 14-24). El pueblo prometió ser fiel, y Josué estableció una piedra como testigo de sus promesas (Josué 24, 25-27).
Jueces (Jueces y Samuel)
Tras la muerte de Josué, las tribus de Israel continuaron luchando contra los cananeos (Jueces 1), pero no expulsaron a todas las personas que habían vivido en la tierra prometida. Además, las tribus de Israel estaban rodeadas también por otros pueblos que no eran amistosos.
En ese tiempo, los israelitas empezaron a olvidar las promesas que habían hecho al Señor mientras Josué estaba todavía vivo. Algunos de ellos adoraban a los dioses cananeos: Baal y Astarté, así como a ídolos de otros dioses de tierras cercanas. El Señor estaba tan enojado que permitió que las naciones circundantes invadieran las tierras de Israel y robaran sus cultivos y sus posesiones (Jueces 2, 6-15).
Cuando la gente clamó por ayuda, Dios se conmovió. La ayuda vino a través de líderes especiales conocidos como jueces. A veces, los jueces resolvían temas legales, pero en su mayoría eran mejor conocidos como líderes militares escogidos por Dios para conducir a los israelitas en la batalla contra sus enemigos.
Al final del periodo de los jueces, un niño llamado Samuel nació de Ana y Elcaná (1 Sam 1). Lo llevaron a Siló, donde fue dedicado al Señor por el sacerdote Elí. Samuel se quedó con Elí en Siló y lo ayudaba a servir al Señor. Cuando Samuel era todavía muy joven (1 Sam 3), el Señor lo escogió para ser su siervo especial y para ser su profeta (1 Sam 3:19; 4:1; 7:3-5). Samuel también sirvió como sacerdote (1 Sam 7:9-10) y fue líder de Israel toda su vida (1 Sam 7:15). Dado que su tiempo como líder de Israel siguió inmediatamente después del periodo de los jueces, a veces es llamado el último de los jueces de Israel.
Cuando Samuel era ya viejo, los líderes de las tribus de Israel le pidieron que eligiera a un rey para que los gobernase, porque todas los pueblos a su alrededor estaban gobernados por reyes. A Samuel realmente no le gustaba esta idea ya que pensaba que un rey no trataría bien a la gente (1 Sam 8:9-18) y que, además, la petición de la gente de tener un rey demostraba su falta de confianza en el Señor como su líder (1 Sam 10:17-19). Pero cuando Samuel oró acerca de la situación, el Señor le dijo que siguiera adelante y le diera un rey al pueblo (1 Sam 8:1, 22).
Los primeros reyes (Reyes y Profetas)
Para ser más fuerte contra los ataques de sus enemigos, el pueblo desea un rey, igual que lo tienen los otros pueblos vecinos y le piden al último de los jueces, Samuel, que nombre un rey.
El periodo de los reyes se divide en dos partes principales. La primera se conoce como la época del reino unido de Israel, cuando había solo un rey para todo el pueblo israelita y sus tribus.
Samuel escogió a Saúl (1050 a.C.) para ser el primer rey de Israel (1 Sam 9:10) y este fue aceptado por los líderes de las tribus debido a su valentía y capacidad militar (1 Sam 11). Saúl gobernó casi veinte años e hizo mucho para unificar a las tribus y derrotar de los enemigos de Israel; pero era un hombre atribulado que le fue infiel a Dios en varias ocasiones.
Mientras Saúl era todavía rey, el Señor le dijo a Samuel que fuera a Belén para encontrar al próximo rey, que resultó ser David, el hijo menor de Jesé (1 Sam 16:1-13). David pronto entró en la corte de Saúl como un ayudante especial que tocaba el arpa para consolar al atribulado rey (1 Sam 16:14-23). Otra historia de la vida de David lo describe como un soldado muy valiente que confiaba en el Señor. David mató al gigante filisteo Goliat (1 Sam 17:1-54) y esto impresionó tanto al rey Saúl, que lo nombró alto oficial del ejército (1 Sam 18:5). Finalmente, el rey se llenó de sospechas sobre David y de celos por sus éxitos militares, e intentó matar a David varias veces, pero nunca tuvo éxito. Finalmente, Saúl se suicidó después de haber sido herido en una batalla contra los filisteos (1 Sam 31:1-13).
El segundo rey es David (1100 a.C.). Es considerado el rey más importante que el Pueblo de Israel tiene en toda su historia. David vence a todos los pueblos vecinos, une al pueblo y aumenta su reino. Escoge como capital Jerusalén.
Después de la muerte de Saúl, hubo un periodo corto en el que la lealtad del pueblo de Israel estuvo dividida entre el único hijo vivo de Saúl, Is-bóset, y David, el poderoso líder militar. David se convirtió en rey del pueblo de Judá en Hebrón (2 Sam 2:4) y después rey de todo Israel tras el asesinato del hijo de Saúl (2 Sam 5:1-3). David, entonces, conquistó la ciudad jebusea de Jerusalén y la hizo capital del reino unido de Israel (2 Sam 5:6-12). Puso allí el arca sagrada y el tabernáculo en la colina donde el templo se construiría más tarde. El profeta Natán le dijo a David que Dios habitaría algún día en un gran templo en Jerusalén; pero también le dijo que sería su hijo –no David– quien lo construyera (2 Sam 7:1-17).
El tercero de los reyes es Salomón (971 a.C.) Es durante el reinado de Salomón cuando surgen los primeros escritos de la Biblia (AT). Antes las historias son transmitidas de boca en boca, de padres a hijos.
El hijo de David, Salomón, se convirtió en rey después de que David murió; y gobernó desde el año 970 hasta el 931 a.C., aproximadamente. Salomón era conocido como un hombre sabio (1 Re 2:9; 3:12,28; 4:29-34), y estuvo a cargo de construir el primer templo de Israel en Jerusalén (1 Re 5-8). Él extendió el reino de su padre David, construyó un enorme palacio (1 Re 7:1-12) y muchas fortalezas, estableció las ciudades de provisiones e hizo de Israel un país muy rico (1 Re 4: 20-28). Pero, al hacer esto se casó con esposas extranjeras y les permitió establecer santuarios y monumentos a otros dioses (1 Re 11:1-13), cosas que no eran agradables al Señor.
En esta época, la revelación de Dios es mediante los Reyes, ellos son la boca de Dios.
División del reino (Reyes y Profetas)
Cuando Salomón murió alrededor del año 922 a.C., su hijo Roboam se convirtió en rey. Poco tiempo después, las diez tribus del norte se rebelaron contra el rey y formaron su propio reino. Este período de la historia de Israel se conoce como el reino dividido.
Las tribus de Judá y de Benjamín en el sur se convirtieron en lo que se conoce como el reino de Judá (el reino del sur). El resto de las tribus del norte formaron el reino de Israel (o el reino del norte). Cada reino tenía su propio rey.
En Judá, los reyes siguieron siendo descendientes del rey David, pero en Israel, los líderes tribales y militares tuvieron que luchar para convertirse en rey. A veces una familia reinaría por un periodo de años, solo para ser derrotada por una familia enemiga que entonces gobernaría también por un corto tiempo.
La capital de Judá siguió siendo Jerusalén, el pueblo de Judá iba allí para adorar al Señor en el templo. Pero en Israel, el rey Jeroboam construyó un santuario en Betel para que la gente pudiera ofrecer sacrificios sin tener que ir al templo de Jerusalén (1 Re 12:25-33). Más tarde, Samaria se convirtió en la ciudad capital de Israel (1 Re 16:24-29).
Al norte, en el reino de Israel, algunos gobernantes permitieron que el pueblo adorara ídolos como el dios cananeo Baal. Esta práctica fue condenada por muchos profetas que predicaron en Israel durante este tiempo. Por ejemplo, el profeta Elías hablaba osadamente en contra del rey Ahab y su esposa, la reina Jezabel, quien abiertamente promovía la adoración a Baal y apoyaba a los profetas de Baal (véase 1 Re 18:1-19:18).
La práctica de permitir que la gente adorara a otros dioses condujo a la caída de Israel. Los israelitas pelearon guerras civiles con Judá y lucharon con vecinos como Siria y Moab. Finalmente, los asirios invadieron Israel y atacaron a su ciudad capital, Samaria. En el año 722 a.C., la ciudad fue conquistada y muchos de los israelitas fueron capturados y llevados a Asiria como prisioneros. Otros permanecieron en la zona, y algunos se casaron con las personas que los asirios habían traído para poblar la tierra. El reino norteño de Israel nunca recuperó su energía como nación.
Mientras tanto, Judá en el sur tenía sus propios problemas. Aunque muchos de sus reyes, especialmente Ezequías y Josías, fueron fieles a Dios y siguieron las enseñanzas de la ley de Moisés (2 Re 18:1-8); otros reyes, como Manasés, hicieron cosas que no eran agradables al Señor (2 Re 21:1-18). Al final, Judá ya no pudo detener los ataques de sus poderosos vecinos. El Reino de Babilonia finalmente invadió y destruyó a Jerusalén y su templo en el año 587 a.C. Muchas de las personas de Judá fueron llevadas a Babilonia como prisioneros. Durante los siguientes cincuenta años, este grupo de israelitas permaneció en Babilonia y no pudo volver a su tierra. Este periodo de tiempo es conocido como «el exilio». (Véase el artículo «Exilio»). Para obtener información sobre cómo el pueblo de Israel pudo volver a su patria, véase el artículo «Después del exilio: El pueblo de Dios regresa a Judea».
Las dominaciones (Reyes y Profetas)
Los grandes imperios de aquel tiempo no dejan al pueblo de Israel en paz.
En 724/721 a.C. Asiria invade el Reino del Norte (Israel) y toma posesión de aquella región. Más o menos 150 años después, el imperio de Babilonia vence a Asiria y toma posesión del Sur (Judá), poniendo fin a su existencia. Los babilonios llevan buena parte de la población de Judá a Babilonia, donde permanecen durante 50 años (587-538 a.C.). Es el tiempo del exilio.
Pero, Babilonia, a su vez es vencida por Persia. El rey de los persas deja al pueblo judío volver a su tierra. De aquí en adelante, los judíos, son casi siempre dominados por pueblo extranjeros. Es en esta época de dominación cuando surge la esperanza de un Mesías, un nuevo David, que salvará a su pueblo.
En este periodo del exilio, la Revelación de Dios es mediante los profetas, ellos escuchan a Dios que le habla y les hace que transmitan su mensaje al pueblo mediante palabras y acciones. Sobre todo es una Revelación para mostrarles el castigo que van a sufrir (exilio) por culpa de haber roto la alianza. Pero Dios sigue fiel a su alianza y les promete la llegada del Mesías.
Aunque durante el exilio la gente no podía adorar a Dios en el templo de Jerusalén, los babilonios les permitían reunirse y practicar su religión. Los israelitas contaban historias de sus antepasados, escuchaban las palabras de los profetas y estudiaban la ley de Moisés. Se cree que fue durante la época del exilio que algunos de los sacerdotes de Israel añadieron libros a las escrituras antiguas y escribieron libros nuevos, para que la gente no se olvidara de quiénes eran ni de dónde venían.
Muchos de los judíos habían sido enviados al exilio entre los años 597 y 582 a.C. En el año 539 a.C., Ciro de Persia conquistó Babilonia. Casi un año más tarde, él dio al pueblo judío la autorización para retornar a su patria Judea, además, les devolvió los tesoros del Templo que Nabucodonosor había expropiado. Después de 70 años de exilio, unos 50 000 judíos volvieron a su patria.
Los libros de Esdras y Nehemías en el Antiguo Testamento narran el periodo de cien años que siguió a la época del exilio. Los libros de los profetas Hageo y Zacarías también provienen de esta época. En algún momento entre los años 500 y 425 a.C., un sacerdote llamado Esdras exhortó a la gente a regresar a sus tradiciones judías y obedecer la ley de Moisés. Esdras llegó al extremo de obligar a los hombres judíos a renunciar a sus esposas extranjeras (Esd 9:10).
El retorno de los exiliados se realizó de forma paulatina, por grupos, el primero de los cuales llegó a Jerusalén bajo la guía de Sesbasar (Esd 1.11). Tiempo después se iniciaron las obras de reconstrucción del Templo, que se prolongaron hasta el 515 a.C. A dirigir el trabajo y animar a los obreros contribuyeron el gobernador Zorobabel y el sumo sacerdote Josué, apoyados por los profetas Hageo y Zacarías (Esd 5.1).
El Paso del tiempo dio lugar a muchos problemas de índole muy diversa. Las graves dificultades económicas a las que tuvieron que hacer frente, las divisiones en el seno de la comunidad y, muy particularmente, las actitudes hostiles de los samaritanos, fueron causa de que en Jerusalén y en toda Judá se degradara la convivencia entre los repatriados.
Después de los últimos profetas y el regreso del destierro, se produce un silencio de 4 siglos hasta la llegada de Juan el Bautista.
Jesucristo (Nuevo Testamento)
En medio de un tiempo de gran agitación y de grandes esperanzas políticas y religiosas, viene Jesús.
En toda la revelación del Antiguo Testamento, Dios ha hablado al hombre a través de mediadores que escuchan su palabra y la trasmiten al pueblo. Pero Dios les promete la llegada del Mesías, del Salvador.
Jesucristo, es este Mesías, es Dios hecho hombre que viene a hablar directamente al hombre, que viene directamente a Revelarse al hombre, ya sin intermediarios.
Jesucristo se revela a través de su vida, con su palabra y sus acciones, pero también a través de su muerte y resurrección, y el envío del Espíritu Santo, y nos confirma la salvación del pecado y de la muerte.