La Biblia – El Libro de Daniel

El libro que lleva el nombre de DANIEL fue escrito hacia el 165 a. C., cuando el rey Antíoco IV Epífanes pretendió helenizar por la fuerza al Pueblo judío, obligándolo a abandonar la Ley de Moisés y a practicar el culto pagano difundido en todo el Imperio seléucida. Su autor vivió en tiempos de la insurrección de los Macabeos. Pero, a diferencia de estos, él no apela a la resistencia armada contra el opresor extranjero, sino que espera y anuncia una intervención extraordinaria del Señor, que es capaz de salvar a su Pueblo incluso de la muerte.

Con toda propiedad, este Libro puede ser llamado el “Apocalipsis” del Antiguo Testamento. Como el que figura al final del Nuevo Testamento, también el Apocalipsis de Daniel contiene una interpretación religiosa de la historia universal y un mensaje de esperanza para el Pueblo de Dios perseguido a causa de su fe. Además, ambos Libros tienen la misma forma de expresión literaria -el estilo “apocalíptico”, muy difundido en el Judaísmo a partir del siglo ll a. C.- cuyo rasgo más notorio es la profusión de imágenes sorprendentes, de alegorías casi siempre enigmáticas y de visiones simbólicas.

La obra se divide en dos partes bastante diversas. La primera (caps. 1 – 6), de carácter narrativo, relata seis episodios de la vida de Daniel y de sus compañeros en el exilio. La segunda (caps. 7 – 12) es la parte estrictamente “apocalíptica”, que tiene sus antecedentes en los escritos proféticos, sobre todo, en las visiones de Ezequiel y Zacarías. A esta obra original, escrita en hebreo y arameo, se le agregaron posteriormente algunos fragmentos en griego, que figuran entre los Libros “deuterocanónicos”.

A pesar del cambio de situaciones históricas, el libro de Daniel no ha perdido nada de su actualidad, porque las fuerzas hostiles al Reino de Dios resurgen constantemente bajo nuevas formas. Frente al orgullo, al odio, a la opresión y la injusticia, su mensaje continúa alentando la fe y la esperanza de “los que son perseguidos por practicar la justicia” y “trabajan por la paz” (Mt. 5. 9-10). Hasta que llegue “la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías” (Apoc. 12. 10).

En los seis primeros capítulos, el Libro relata una serie de aventuras “edificantes”, cuyo personaje central es Daniel, un joven judío deportado a Babilonia, que se hizo célebre, como José en Egipto, por la interpretación de los sueños. A través de estas narraciones, originariamente independientes unas de otras, el autor trata de inculcar una misma enseñanza fundamental: la fe de Israel es superior a la sabiduría de los paganos, y Dios es capaz de salvar a sus fieles de todos los peligros.

Esta lección adquiría especial importancia frente a la encarnizada persecución desencadenada por Antíoco IV. Las víctimas de la misma se encontraban en una situación similar a la de Daniel y sus amigos, que se negaron a apostatar de su fe comiendo manjares impuros y rindiendo culto al ídolo erigido por Nabucodonosor. De la misma manera, los judíos perseguidos por el paganismo griego debían estar dispuestos a cualquier sacrificio, incluso el de su propia vida, antes que ser infieles a la Ley de Dios. La alegoría de la estatua fabricada con diversos metales (2. 29-45), anticipándose a las visiones de la segunda parte del Libro, confirma aquella enseñanza y hace ver cómo los Imperios de este mundo están destinados a desaparecer, para dar lugar al Reino eterno de Dios.

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