Introducción a los Números
El nombre del libro, Números, proviene de la traducción griega de los Setenta, que lo titulaba así atendiendo a los censos del pueblo que aparecen al comienzo.
El libro de los Números es poco conocido por el gran público. No tiene una narración trepidante que atrape al lector y lo retenga hasta el final, más bien lo contrario.
A primera vista es como un repertorio heterogéneo donde se pueden encontrar listas de censos, normas legales, catálogos de objetos destinados al culto o fragmentos de viejos poemas, todo ello sobre el relato de una expedición que recorre terrenos inhóspitos.
Sin embargo, refleja la experiencia del pueblo de Israel en el desierto, una experiencia que tiene algo que enseñar al hombre de hoy en su camino hacia el Señor. Para lograr la conquista es necesario ponerse en marcha, marchar, caminar, pero esto implica dificultades por la debilidad humana, fracasos que muestran el pecado de Israel y el consecuente castigo divino apaciguado por la intercesión de su líder y guía espiritual Moisés.
La riqueza teológica del libro de los Números es muy grande. Como sucede en cualquier libro de la Biblia, el lector que pone esfuerzo por penetrar en su mensaje siempre encuentra abundantes elementos de reflexión en la experiencia religiosa del pueblo de Israel. Pero además, cada libro es una puerta de acceso a ese gran tesoro de sabiduría humana y sobrenatural que encierra la Palabra de Dios.
El libro de los Números presenta inéditos detalles de la experiencia del antiguo Israel en el desierto. Y se trata más bien de una realidad permanente en la que el ser humano toma conciencia de sus carencias existenciales, es una figura tipológica de la pedagogía divina en el viaje espiritual del creyente.
En el desierto afloran dos sentimientos típicos de la sensibilidad humana: el desarraigo y la pertenencia. La desesperación que provoca el desarraigo lleva al pueblo a tratar de paliar sus carencias sociales, como la urgente necesidad de enfrentar una realidad desconocida y propia a la vez, de buscar nuevos rumbos y de renovarse institucionalmente.
El libro de los Números contiene materiales muy diversos que se fueron integrando mediante un complejo proceso de redacción, por lo que no es posible buscar en él una estructura clara. La estructuración más elemental fija tres escenarios sucesivos en que se desarrolla la acción:
- El desierto de Sinaí, donde el pueblo permanece diecinueve días (Números 1, 1 – Números 10, 11)
- El norte del Sinaí y el oeste de la Arabá, donde el pueblo está cuarenta años (Números 10, 11 – Números 21, 9)
- El este de la Arabá, en donde pasan cinco meses (Números 21, 10 – Números 36, 13).
Otra manera de estructurar el libro consiste en prestar más atención a los dos momentos en que se llevan a cabo los censos en el pueblo de Israel. La primera es la que salió de Egipto y experimentó la cercanía y protección de Dios en los acontecimientos del Éxodo. Sin embargo, durante su marcha hacia la Tierra Prometida, cada vez que tenían problemas murmuraban contra el Señor, por lo que llegó un momento en que fueron condenados a no alcanzar su meta. La segunda trata de la nueva generación es la constituida por quienes se habían ido criando en el desierto. Aunque quienes la integraban no habían sido testigos directos de tan grandes gestas como las que habían oído contar a sus padres, eran gente recia y fiel. Ninguno de ellos se perdería ni siquiera en las batallas que hubieron de afrontar, por lo que todos ellos entrarían en la Tierra Prometida.
“Así os acordaréis de todos mis mandamientos y los cumpliréis, y seréis hombres consagrados a vuestro Dios. Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os saqué de Egipto para ser vuestro Dios. Yo soy el Señor, vuestro Dios” (Números 15, 40-41).
El Dios que saca al pueblo de Egipto es el mismo Dios que lo guía al desierto.
“se engría tu corazón y olvides al Señor, tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con serpientes abrasadoras y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres, para afligirte y probarte, y para hacerte el bien al final.” (Deuteronomio 8, 14-16).
Allí, donde todo está muerto, solo Dios puede intervenir, allí se experimenta su fidelidad a la alianza, su presencia salvadora a través de la nube y el arca que acompaña al pueblo en su viaje y en las batallas.
“El día en que se erigió la Morada, la Nube cubrió la Morada, la Tienda del Testimonio. Desde el atardecer hasta el amanecer se quedaba sobre la Morada con aspecto de fuego. Así sucedía siempre: la Nube la cubría y por la noche tenía aspecto de fuego. Cuando se levantaba la Nube de encima de la Tienda, los hijos de Israel se ponían en marcha, y donde se paraba la Nube, allí acampaban. A la orden del Señor partían los hijos de Israel y a la orden del Señor acampaban. Quedaban acampados todos los días que la Nube estaba parada sobre la Morada. Si se detenía la Nube muchos días sobre la Morada, los hijos de Israel, respetando la disposición del Señor, no se ponían en marcha. Pero si la Nube estaba sobre la Morada pocos días, a la orden del Señor acampaban y a la orden del Señor se ponían en marcha. Si la Nube estaba sobre la Morada solo de la noche a la mañana, y por la mañana se alzaba, se ponían en marcha. Si se quedaba un día y una noche y luego se elevaba, se ponían en marcha. Si, en cambio, se detenía sobre la Morada dos días, o un mes, o más, reposando sobre ella, los hijos de Israel se quedaban en el campamento y no se ponían en marcha; pero en cuanto se elevaba, se ponían en marcha. A la orden del Señor acampaban y a la orden del Señor se ponían en marcha. Respetaban la disposición del Señor transmitida por Moisés.” (Números 9, 15-23) .
“Partieron del monte del Señor e hicieron tres jornadas. Los tres días de camino iba el Arca de la Alianza del Señor delante de ellos buscándoles dónde hacer alto. Desde que se pusieron en marcha, la Nube del Señor iba de día sobre ellos. Cuando el Arca se ponía en marcha, decía Moisés: «Levántate, Señor, que se dispersen tus enemigos, que huyan delante de ti los que te odian»” (Números 10,33-35).