El Señor es mi pastor, nada me falta


¿Por ventura no merece Dios todo nuestro amor? Él nos amó desde la eternidad. Hombre, dice el Señor, mira que fui el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera el mundo había sido creado, y ya te amaba yo. Te amo desde que soy Dios; desde que me amé a mí, te amé a ti.

«El cielo, la tierra y todas las cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín. Señor mío, proseguía, todo cuanto veo en la tierra y fuera de ella, todo me habla y me exhorta a amaros, porque todo me dice que vos lo habéis creado por mí.

Mas no se contentó Dios con darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo nuestro amor, llegó a darse por completo a sí mismo.

Movido, además, el Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente. Y, para redimirnos de la muerte eterna y devolvernos la gracia divina y el paraíso perdido, se hizo hombre y se vistió de carne como nosotros. Y vimos a la majestad infinita como anonadada. El Señor del universo se humilló hasta tomar forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que el resto de los hombres padecen.

Habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir, eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores.

Discurre San Francisco de Sales: «Saber que Jesucristo, verdadero eterno Dios omnipotente, nos ha amado hasta querer sufrir por nosotros muerte de cruz, ¿no es sentir como prensados nuestros corazones y apretados fuertemente, para exprimir de ellos el amor con una violencia que cuanto es más fuerte es tanto más deleitosa?». Y prosigue: «¿Por qué no nos abrazamos en espíritu a Él, para acompañarle en la muerte de cruz, ya que en ella quiso morir por nuestro amor?… Viviré y moriré sobre su pecho, y ni la muerte ni la vida serán poderosas para separarme de Él. ¡Oh amor eterno!, mi alma os busca y os elige para siempre. Venid, Espíritu Santo, e inflamad nuestros corazones en vuestro amor. ¡O amar o morir! ¡Morir y amar! Morir a todo otro amor para vivir en el de Jesús y así no morir eternamente, y viviendo en nuestro amor eterno, ¡oh Salvador de las almas!, cantaremos eternamente: ¡Viva Jesús! ¡Yo amo a Jesús! ¡Viva Jesús, a quien amo! ¡Yo amo a Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos! Amén».

Todos nosotros, mirando a Jesús crucificado, debiéramos decir: ¡Oh amor, oh amor, oh amor! ¡Oh si los hombres se detuvieran a considerar, cuando ven a Jesús crucificado, el amor que les tuvo a cada uno de ellos! «Y ¿Cómo no quedaríamos abrasados de ardiente celo –exclamaba San Francisco de Sales– a vista de las llamas que abrasan al Redentor?… Y ¿Qué mayor gozo que estar unidos a Él por las cadenas del amor y del celo?».

¿Quién podrá negar que la pasión de Jesucristo es la devoción de las devociones, la más útil, más querida de Dios, la que más consuela a los pecadores y la que mejor inflama las almas amantes? Y ¿por dónde nos vienen más gracias que por la pasión de Jesucristo? ¿Dónde se funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra las tentaciones y la confianza de alcanzar la salvación? ¿Dónde tienen su fuente tantas sobrenaturales inspiraciones, tantas llamadas amorosas, tantos impulsos a mudar de vida y tantos deseos de darnos a Dios, sino en la pasión de Jesucristo?.

Dijo San Agustín, según refiere Bernardino de Bustis, que vale más una lágrima derramada en memoria de la pasión que ayunar una semana a pan y agua.

¡Oh Verbo eterno!, treinta y tres años pasasteis de sudores y fatigas, disteis sangre y vida para salvar a los hombres, y, en suma, nada perdonasteis para haceros amar de ellos. ¿Cómo, pues, puede haber hombres que aún no os amen? ¡Ah, Dios mío!, que entre estos ingratos me encuentro yo. Confieso mi ingratitud, Dios mío; tened compasión de mí. Os ofrezco este ingrato corazón ya arrepentido. Sí, me arrepiento sobre todo otro mal, querido Redentor mío, de haberos despreciado. Me arrepiento y os amo con toda mi alma.

Sí, Salvador y Dios mío, os amo, os amo; recordadme siempre cuanto por mí padecisteis, para que nunca me olvide de amaros.

Cordeles que atasteis a Jesús, atadme también con Él; espinas que coronasteis a Jesús, heridme de amor a Él; clavos que clavasteis a Jesús, clavadme en la cruz con Él, para que con Él viva y muera.

San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo I. Cuánto merece ser amado Jesucristo por el amor que nos mostró en su Pasión”

Deja una respuesta