El Señor es compasivo y misericordioso
Jesucristo, por ser verdadero Dios, tiene derecho a todo nuestro amor. De ahí el primer mandamiento que nos impuso: Amarás, pues, a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón. San Pablo afirma que el amor es la plenitud de la ley. Y ¿quién, al ver a un Dios crucificado por su amor, podría resistirse a amarlo? Bien alto claman las espinas, los clavos, la cruz, las llagas y la sangre, pidiendo que amemos a quien tanto nos amó. Harto poco es un corazón para amar a un Dios tan enamorado de nosotros, ya que para compensar el amor de Jesucristo se necesitaría que un Dios muriese por su amor. «¿Por qué –exclamaba San Francisco de Sales– no nos arrojamos sobre Jesús crucificado, para morir enclavados con quien allí quiso morir por nuestro amor».
¡Cuánto agrada a Jesucristo nuestro recuerdo frecuente de su pasión y cuánto siente que lo echemos en olvido! Si uno hubiera padecido por su amigo injurias, golpes y cárceles, ¡qué pena le embargaría al saber que el favorecido no hace nada por recordar tales padecimientos, de los que ni siquiera quiere oír hablar! Y, al contrario, ¡cuál no sería su gozo al saber que el amigo habla a menudo de ello y siempre con ternura y agradecimiento! De igual modo se complace Jesucristo con que nosotros evoquemos con agradecimiento y amor los dolores y la muerte que por nosotros padeció.
Con este fin instituyó el sacramento de la Eucaristía la víspera de su muerte. Cuán agradecido nos queda Jesucristo si con frecuencia nos recordamos de su pasión, ya que, si mora con nosotros en el sacramento del altar, es para que de continuo renovemos con alegría el recuerdo de todo lo que por nosotros padeció y crezca de esta manera nuestro amor para con Él.
¡Oh Dios!, y ¿por qué no aman los hombres a este Dios que tanto hizo para ser de ellos amado? ¿cómo dudará ahora, que lo ve nacido y muerto por amor a los hombres? «Hombre –dice Santo Tomás de Villanueva–, mira la cruz, los clavos y la acerbísima muerte que sufrió Jesucristo por ti y, después de tales y tantos testimonios de su amor, no dudes de que te ama, y de que te ama con extraordinario amor».
¿Merece o no merece ser amado por nosotros un Dios que para conquistar nuestro amor quiso pasar por tantos trabajos? Decía el P. Juan Rigoleu: «De buena gana pasaría llorando toda mi vida por un Dios que por amor de todos los hombres quiso sufrir muerte de cruz».
¡Cuán fuera de camino andan, dice San Francisco de Sales, cuantos cifran la santidad en cosa que no sea amar a Dios! «Algunos cifran la perfección en la austeridad de la vida; otros, en la oración; quiénes, en la frecuencia de sacramentos, y quiénes, en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección escriba en amar a Dios de todo corazón, pues las restantes virtudes, sin caridad, son solamente montón de escombros.
Dijo un día el Señor a Santa Teresa: «¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todo es mentira lo que no es agradable a mí». ¡Ojalá que todos entendieran esta verdad, que sólo una cosa es necesaria! Éste ha de ser todo nuestro afán, alcanzar el verdadero amor a Jesucristo.
¡Amabilísimo y amantísimo Corazón de Jesús, desgraciado el corazón que no os ame! ¡Oh Dios moristeis en la cruz por amor a los hombres, sin sentir alivio alguno!, y ¿cómo después de ello viven éstos sin acordarse de vos?
¡Oh amor divino, oh ingratitud humana! ¡Oh hombres, hombres, mirad al inocente Cordero de Dios que agoniza en la cruz y muere por vosotros, pagando así a la divina justicia por vuestros pecados y atrayéndonos a su amor! Mirad cómo, a la vez, ruega al Eterno Padre que os perdone; miradlo y amadle.
¡Ah Jesús mío, cuán pocos son los que os aman! Desgraciado de mí, que también durante tantos años me olvidé de vos, ofendiéndoos tantas veces. Amado Redentor mío, no es tanto el infierno que merecí el que me hace derramar lágrimas, cuanto el amor que me habéis mostrado.
Os amo, Jesús mío; os amo, sumo bien mío; os amo, mi amor y mi todo; os amo y quiero amaros siempre. No permitáis que os abandone y torne a perderos. Hacedme todo vuestro; hacedlo por los méritos de vuestra muerte, en la cual tengo cifrada toda mi esperanza.
San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo IV. De cuán obligados estamos a amar a Jesucristo”