Domingo de la segunda semana de Adviento: Homilías de los Santos Padres


Bernardo
Sermón: Todos verán la salvación de Dios
Sermón 1 en el Adviento, 9-10: Opera omnia, edit. Cist. 4, 1966, 167-169

Hora es ya de que consideremos el tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era francamente insignificante y, al crecer la maldad, se había enfriado el fervor de la caridad.

Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.

Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se acerca.

No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.

Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres.

Eusebio de Cesarea
Sobre el libro del profeta Isaías: Una voz grita en el desierto

Sobre el libro del profeta Isaías, Cap. 40: PG 24, 366-367

Una voz grita en el desierto: «Preparad un camino al Señor, allanad una calzada para nuestro Dios». El profeta declara abiertamente que su vaticinio no ha de realizarse en Jerusalén, sino en el desierto; a saber, que se manifestará la gloria del Señor, y la salvación de Dios llegará a conocimiento de todos los hombres.

Y todo esto, de acuerdo con la historia y a la letra, se cumplió precisamente cuando Juan Bautista predicó el advenimiento salvador de Dios en el desierto del Jordán, donde la salvación de Dios se dejó ver. Pues Cristo y su gloria se pusieron de manifiesto para todos cuando, una vez bautizado, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo descendió en forma de paloma y se posó sobre él, mientras se oía la voz del Padre que daba testimonio de su Hijo: Éste es mi Hijo, el amado; escuchadlo.

Todo esto se decía porque Dios había de presentarse en el desierto, impracticable e inaccesible desde siempre. Se trataba, en efecto, de todas las gentes privadas del conocimiento de Dios, con las que no pudieron entrar en contacto los justos de Dios y los profetas.

Por este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así como allanar sus obstáculos y asperezas, para que cuando venga nuestro Dios pueda caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres.

Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén. Estas expresiones de los antiguos profetas encajan muy bien y se refieren con oportunidad a los evangelistas: ellas anuncian el advenimiento de Dios a los hombres, después de haberse hablado de la voz que grita en el desierto. Pues a la profecía de Juan Bautista sigue coherentemente la mención de los evangelistas.

¿Cuál es esta Sión sino aquella misma que antes se llamaba Jerusalén? Y ella misma era aquel monte al que la Escritura se refiere cuando dice: El monte Sión donde pusiste tu morada; y el Apóstol: Os habéis acercado al monte Sión. ¿Acaso de esta forma se estará aludiendo al coro apostólico, escogido de entre el primitivo pueblo de la circuncisión?

Y esta Sión y Jerusalén es la que recibió la salvación de Dios, la misma que a su vez se yergue sublime sobre el monte de Dios, es decir, sobre su Verbo unigénito: a la cual Dios manda que, una vez ascendida la sublime cumbre, anuncie la palabra de salvación. ¿Y quién es el que evangeliza sino el coro apostólico? ¿Y qué es evangelizar? Predicar a todos los hombres, y en primer lugar a las ciudades de Judá, que Cristo ha venido a la tierra.

Juan Pablo II, papa
Homilía (09-12-1979): ¿Qué senderos hay que enderezar?

Domingo II de Adviento (Ciclo C)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santa María Dolorosa
Domingo 09 de diciembre del 1979.

1. Estoy contento de encontrarme en medio de vosotros en este II domingo de Adviento y de poderos manifestar personalmente mi afecto. […]

2. En la liturgia del domingo de hoy; que es el II del período de Adviento, se repite muy frecuentemente la misma palabra invitando, por así decirlo, a concentrar sobre ella nuestra atención. Es la palabra: “preparad”. “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas… Y toda carne verá la salud de Dios” (Lc 3, 4. 6). La hemos escuchado hace poco en el Evangelio según San Lucas, y antes aún en el canto solemne del aleluya.

La Iglesia toma hoy esta palabra de labios de Juan Bautista. El enseñó así, predicó de este modo, cuando la Palabra de Dios descendió sobre él en el desierto (cf. Lc 3, 2). El la acogió y “vino por toda la región del Jordán predicando el bautismo de penitencia” (Lc 3, 3). La palabra “preparad” es la palabra de la conversión —en griego corresponde la expresión “metánoia”— por lo que se ve que esta expresión va dirigida al hombre interior, al espíritu humano.

Y de este modo es necesario comprender la palabra “preparad”. El lenguaje del Precursor de Cristo, es metafórico. Habla de los caminos, de los senderos que es necesario “enderezar”, de los montes y collados que deben ser “allanados”, de los barrancos que es necesario “rellenar”, esto es, colmar para elevarlos a un nivel adecuadamente más alto; finalmente, habla de los lugares intransitables que deben ser allanados.

Se dice todo esto en metáfora —tal como si se tratase de preparar la acogida de un huésped especial al que se le debe facilitar el camino, para quien se debe hacer accesible el país, hacerlo atrayente y digno de ser visitado. Tal, como por ejemplo, los italianos han hecho atrayentes y dignos de ser visitados por los turistas y por los peregrinos de todo el mundo las regiones montañosas y roqueñas de su país.

Ahora bien, esta metáfora espléndida de Juan, en la que resuenan las palabras del gran Profeta Isaías que se refería al paisaje de Palestina, expresa lo que es necesario hacer en el alma, en el corazón, en la conciencia, para hacerlos accesibles al Huésped Supremo: a Dios, que debe venir en la noche de Navidad y debe llegar después constantemente al hombre, y por último llegar para cada uno al fin de la vida, y para todos al fin del mundo.

3. Este es el significado de la palabra “preparad” en la liturgia de hoy. El hombre, en su vida, se prepara constantemente para algo. La mamá se prepara a traer al mundo al niño y provee para él las diversas cosas necesarias, desde el cochecito a los pañales; el muchacho y la muchacha, desde que comienzan a frecuentar la escuela, saben que necesitan preparar cada día las lecciones. También los maestros deben prepararse para poder darlas bien. El estudiante se prepara para los exámenes. Los novios se preparan para el matrimonio. El seminarista se prepara para la ordenación sacerdotal. Un deportista se prepara para sus competiciones. Un cirujano para la operación. Y el hombre gravemente enfermo se prepara para la muerte.

Por esto se ve que vivimos siempre preparándonos para algo. Toda nuestra vida es una preparación de etapa en etapa, de día en día, de una tarea a otra.

Cuando la Iglesia: en esta liturgia del Adviento, nos repite hoy la llamada de Juan Bautista pronunciada en el Jordán, quiere que todo este “prepararse” de día en día, de etapa en etapa, que constituye la trama de toda la vida, lo llenemos con el recuerdo de Dios. Porque, en fin de cuentas, nos preparamos para el encuentro con El. Y toda nuestra vida sobre la tierra tiene su definitivo sentido y valor cuando nos preparamos siempre para ese encuentro constante y coherentemente. “Cierto de que el que comenzó en vosotros la buena obra —escribe San Pablo a los Filipenses— la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1. 6). Esta “obra buena” comenzó ya en cada uno de nosotros en el momento de la concepción, en el momento de nacer, porque hemos traído con nosotros al mundo nuestra humanidad y todos los “dones de la naturaleza”, que pertenecen a ella. Esta “obra buena” comenzó mucho más en cada uno de nosotros por el bautismo, cuando fuimos convertidos en hijos de Dios y herederos de su Reino. Es necesario desarrollar esta “obra buena” de día en día con constancia y confianza hasta el fin, “hasta el día de Cristo”. De este modo toda la vida se convierte en cooperación con la gracia y en maduración de esta plenitud que Dios mismo espera de nosotros.

Efectivamente, cada uno de nosotros se parece al agricultor de que habla el Salmo responsorial de hoy:

“Los que con llanto siembran / en júbilo cosechan. Van y andan llorando / los que llevan y esparcen la semilla, / pero vendrán alegres trayendo sus gavillas” (Sal 125 [126], 5-6).

4. Esforcémonos para ver así toda nuestra vida. Toda ella es un adviento. Y precisamente por esto es “interesante” y merece la pena de ser vivida en plenitud, es digna del ser creado a imagen y semejanza de Dios: en cada una de las vocaciones, en cada situación, en cada experiencia.

Por esto adquieren una particular elocuencia y actualidad las palabras del Apóstol en la segunda lectura de la liturgia de hoy:

“Siempre, en todas mis oraciones, pido con gozo por vosotros, a causa de vuestra comunión en el Evangelio desde el primer día hasta ahora. Cierto de que el que comenzó en vosotros la buena obra la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús… Y por esto ruego que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en todo discernimiento, para que sepáis discernir lo mejor y seáis puros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (F1p 1, 4-6. 9-11).

Así es. Por esto ruego y por esto continuaré rogando, después de la visita, por cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas, y por todos, por toda la parroquia de Santa María Dolorosa “ai Gordiani”.

Pero deseo encomendar también a vuestras oraciones tres intenciones en particular:

— Os recomiendo la participación en la Santa Misa festiva. Sois cristianos y por esto no dejéis nunca la Santa Misa. El encuentro con Jesús y con la comunidad parroquial es un deber, pero debe ser también una alegría y un verdadero consuelo, y completad esta participación con la santa comunión. Y pidamos también la gracia de tener una iglesia digna y suficiente para las necesidades de la parroquia.

— Os recomiendo la instrucción religiosa. Me complace vivamente que la catequesis esté tan bien organizada, con método y seriedad, y estimulo la obra inteligente e incansable de vuestros sacerdotes para con todas las categorías de personas. Cuidad cada vez mejor la instrucción religiosa.

— Finalmente, os encomiendo a los jóvenes. Actuad de modo que ellos puedan ser atendidos, ayudados, iluminados, animados, amados, lanzados hacia grandes ideales, entre los que también está la vocación sacerdotal, religiosa, misionera. Ofrezcamos nuestras oraciones e intenciones a la Virgen Dolorosa, venerada aquí con tanta devoción, y pidamos a Ella la fuerza, la valentía, la ayuda para ser siempre cristianos convencidos y coherentes.

Os deseo una buena preparación para la fiesta de Navidad.

Deseo todo bien para el alma y para el cuerpo.
Deseo la paz de la conciencia.
Deseo la gracia del Adviento.
El Señor está cerca.

Ángelus (04-12-1994): Preparación interior para su venida

Domingo II de Adviento (Año C)
Domingo 04 de diciembre del 1994.

1. «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Lc 3, 4). Con estas palabras, hoy, segundo domingo de Adviento, el evangelio nos exhorta a disponer el corazón para acoger al Señor que viene. Y la liturgia de este día nos propone como modelo de esa preparación interior la figura austera de Juan Bautista, que predica en el desierto invitando a la conversión.

Su testimonio sugiere que, para salir al encuentro del Señor es preciso crear dentro de nosotros y a nuestro alrededor espacios de desierto: ocasiones de renuncia a lo superfluo, búsqueda de lo esencial, y un clima de silencio y oración.

San Juan Bautista invita, sobre todo, a volver a Dios, huyendo con decisión del pecado enfermedad del corazón del hombre, que le impide la alegría del encuentro con el Señor.

El tiempo de Adviento es especialmente apto para hacer experiencia del amor divino que salva. Y es sobre todo en el sacramento de la reconciliación donde el cristiano puede hacer esa experiencia, redescubriendo a la luz de la palabra de Dios la verdad de su propio ser y gustando la alegría de recuperar la paz consigo mismo y con Dios.

2. Juan en el desierto anuncia la venida del Salvador. El desierto hace pensar también en muchas situaciones contemporáneas graves: la indiferencia moral y religiosa, el desprecio hacia la vida humana que nace o que se encamina a su ultima meta natural, el odio racial, la violencia, la guerra y la intolerancia, son algunas de las causas de ese desierto de injusticia, de dolor y de desesperación que avanza en nuestra sociedad.

Frente a ese escenario, el creyente, como Juan Bautista, debe ser la voz que proclama la salvación del Señor, adhiriéndose plenamente a su Evangelio y testimoniándolo visiblemente en el mundo.

3. Nos aproximamos a la clausura del Año de la familia, que ha puesto de relieve el papel insustituible de esta primera célula de la sociedad en la educación humana y cristiana de la persona.

En nuestros días, tiempo de nueva evangelización, es urgente que los padres cristianos pongan atención especial en la educación de sus hijos para ser testigos valientes del Salvador en el mundo de hoy. Convirtiéndose en los primeros catequistas de sus hijos, pueden suscitar más fácilmente en ellos un amor singular a la palabra de Dios, y adecuando diariamente su vida al Evangelio, los estimulan en las decisiones coherentes y generosas, que son propias de todo auténtico discípulo del Señor.

Oremos para que cada familia cristiana sea una pequeña iglesia misionera y una escuela de evangelizadores. Encomendemos esta misión de todos los núcleos familiares creyentes así como sus alegrías y sufrimientos, a la Virgen Inmaculada, cuya solemnidad celebraremos el jueves próximo. Que María sea nuestro ejemplo y nuestra guía, especialmente ejemplo y guía de las familias.

Homilía (07-12-1997): Salir al encuentro del Señor

II Domingo de Adviento (Ciclo C)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santo Domingo Savio
Domingo 07 de diciembre del 1997.

1. «Preparad el camino del Señor, allanad su senderos. Todos verán la salvación de Dios» (Aleluya; cf. Lc 3, 4. 6).

El eco de la predicación de Juan Bautista, la «voz que grita en el desierto» (Lc 3, 4; cf. Is 40, 3), llega hasta nosotros en este segundo domingo de Adviento. Él, que es el Precursor, el que recibió la misión de preparar al pueblo elegido para la venida del Salvador prometido, sigue invitándonos también hoy a la conversión, para salir al encuentro del Señor que viene.

Ya en el umbral del tercer milenio cristiano, nos invita a preparar el camino del Señor en nuestra vida personal y en el mundo. Dispongamos nuestro corazón, amadísimos hermanos y hermanas, para celebrar en la fiesta de la próxima Navidad el gran misterio de la Encarnación, en la perspectiva del gran jubileo del año 2000, que se acerca a grandes pasos.

2. Al presentar al Precursor y su misión orientados a la manifestación pública del Mesías, san Lucas desea insertar estos hechos en su preciso contexto temporal. En efecto, el evangelista muestra gran sensibilidad histórica cuando, al comienzo de su narración, menciona los principales datos que ayudan a enmarcar en el tiempo los hechos que se dispone a contar: el año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, la administración de Poncio Pilato en Judea, la tetrarquía de Herodes, Filipo y Lisanias, y los sumos sacerdotes Anás y Caifás (cf. Lc 3, 1-2).

De este modo, san Lucas sitúa la vida y el ministerio de Jesús en un punto preciso dentro del devenir del tiempo y de la historia. El gran acontecimiento de la manifestación del Salvador tiene sólidas relaciones temporales con los demás hechos de la época. Nosotros contemplamos con gran interés esos acontecimientos, sabiendo que a ellos está vinculada nuestra salvación y la del mundo. Y prestamos particular atención al gran misterio de la encarnación del Verbo, porque constituirá el corazón del jubileo del año 2000, al que nos estamos acercando rápidamente.

3. Amadísimos hermanos y hermanas… Confiando en que «el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1, 6), os invito a anunciar con valentía al Señor que viene, por encima de cualquier dificultad y obstáculo que se opongan a vuestro compromiso de llevar a todos la verdad y el amor de Cristo.

4. […] A vosotros, muchachos y jóvenes, deseo proponeros el luminoso ejemplo de vuestro patrono santo Domingo Savio, el joven discípulo de don Bosco. Dirigiéndose en la oración a Jesús y a María, les pedía que fueran sus amigos y que le ayudaran a morir antes de que le sucediera la desgracia de cometer un solo pecado. «¡La muerte, pero no el pecado! », solía repetir. Queridos jóvenes, ¿no debe ser éste también el ideal de vuestra vida? Esforzaos, con su ayuda, por evitar el pecado y amar intensamente a Dios.

En la carta que escribí a los jóvenes de Roma el pasado 8 de septiembre os exhortaba, queridos muchachos y muchachas, a no caer en la mentira, la falsedad y el compromiso. Os escribí estas palabras: «Reaccionad con energía ante quien intente apoderarse de vuestra inteligencia y enredar vuestro corazón con mensajes y propuestas que hacen esclavos del consumismo, del sexo desordenado, de la violencia, hasta llevar al vacío de la soledad y a las sendas sinuosas de la cultura de la muerte» (n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 1997, p. 2).

Os lo repito hoy: ¡reaccionad ante el pecado! Santo Domingo Savio, que se dejó modelar por el Espíritu y respondió con plena generosidad a la llamada universal a la santidad, os ayude a ser santos y a redescubrir cada día el valor de vuestra persona, en la que el Espíritu de Dios habita como en un templo. Añadí en mi Carta a los jóvenes: «Aprended a escuchar la voz de Aquel que vino a habitar en vosotros mediante los sacramentos del bautismo y la confirmación» (ib., n. 3). Por eso, que el Oratorio se convierta en vuestro mejor gimnasio para entrenaros a vencer el mal y realizar el bien.

5. Queridas familias de esta parroquia, junto con todas las familias de Roma vivís un año dedicado particularmente a vosotras. Perseverad en la fidelidad y en el amor. Poned el evangelio de Cristo en el centro de vuestra existencia, tratando de asegurar a vuestros hijos, también con la colaboración valiosa de sus abuelos, un ambiente sereno, en armonía con las enseñanzas de Cristo.

Queridas familias, los jóvenes esperan de vosotros una vida ejemplar. También os miran las personas menos afortunadas, porque no han tenido una familia que sepa sostenerlas y ayudarlas eficazmente. Sed para ellas testigos del amor de Cristo. Que en este compromiso os ilumine y os sostenga el Espíritu Santo, a quien invocamos incesantemente en este segundo año de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000.

6. «Revístete de las galas perpetuas de la gloria que Dios te da» (Ba 5, 1). Con esta exhortación, en la época del exilio babilónico, el profeta Baruc invitaba a sus compatriotas a recorrer el sendero de la santidad. Y ahora nos impulsa también a nosotros a tender siempre a la santidad, para salir al encuentro, del Señor que viene, con las buenas obras. En efecto, para este fin estamos llamados a rebajar «todos los montes elevados, todas las colinas encumbradas» y a «llenar los barrancos» (Ba 5, 7).

Es lo mismo que nos recomienda el profeta Isaías, cuyas palabras san Lucas refiere a la misión del Bautista. Nos exhortan a enderezar los senderos de la injusticia y allanar los lugares escabrosos de la mentira, a rebajar los montes del orgullo y llenar los barrancos de la duda y del desaliento (cf. Lc 3, 4-5).

Así, siguiendo las indicaciones de la palabra de Dios, preparemos, amadísimos hermanos y hermanas, el camino del Señor. Que él, que en el nacimiento del Salvador realizó maravillas en favor de toda la humanidad, lleve a cumplimiento su plan de amor. Y todo hombre podrá ver la salvación de Dios, salvación que se da a todo hombre en Cristo Jesús. Amén.

Ángelus (07-12-1997): Dejar que la Palabra ilumine la mente y el corazón

Domingo II de Adviento (Ciclo C)
Domingo 07 de diciembre del 1997.

1. Celebramos hoy el segundo domingo de Adviento, tiempo propicio para dejar que la palabra de Dios ilumine más profundamente nuestro corazón y nuestra mente, a fin de que el Espíritu Santo nos disponga a acoger dignamente al Señor que viene.

En la liturgia de hoy destaca la figura de Juan Bautista, profeta enviado a preparar el camino al Mesías. Su voz grita «en el desierto», a donde se retiró y donde —como dice el evangelista san Lucas— «vino la palabra de Dios sobre él» (Jn 3, 2), convirtiéndolo en heraldo del Reino divino.

¿Cómo no acoger también nosotros su enérgica invitación a la conversión, al recogimiento y a la austeridad, en una época, como la nuestra, cada vez más expuesta a la dispersión, a la fragmentación interior y al culto de la apariencia? A primera vista, el «desierto» evoca sensaciones de soledad, de extravío y de miedo; pero el «desierto» constituye también el lugar providencial del encuentro con Dios.

2. Resuena de generación en generación la exhortación de san Juan Bautista: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado; lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos» (Lc 3, 4-5). ¡Cuán urgente y actual es esta exhortación, tanto a nivel personal como social! Dios quiere venir a habitar con los hombres de todos los lugares y de todas las épocas, y los llama a cooperar con él en la obra de la salvación.

Pero ¿cómo? La liturgia de hoy nos da la respuesta: «enderezando» las injusticias; «rellenando» los vacíos de bondad, de misericordia, de respeto y compresión; «rebajando » el orgullo, las barreras, las violencias; «allanando » todo lo que impide a las personas una vida libre y digna. Sólo así podremos prepararnos para celebrar de modo auténtico la Navidad.

3. En la víspera de la solemnidad de la Inmaculada Concepción, dirijamos nuestra mirada a María, humilde esclava del Señor, que cooperó en la acción del Espíritu Santo.

Que el mismo Espíritu Santo, que inflamó de fe, esperanza y caridad su corazón inmaculado, renueve nuestra conciencia para que, allanando los caminos de la justicia y del bien, nos dispongamos a acoger al Emmanuel, el Dios con nosotros.

Homilía (10-12-2000): Recorrer el camino del Adviento

II Domingo de Adviento (Ciclo C)
Jubileo de los Catequeistas y Profesores de Religión
Domingo 10 de diciembre del 2000.

1. “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos” (Lc 3, 4). Con estas palabras se dirige hoy a nosotros Juan el Bautista. Su figura ascética encarna, en cierto sentido, el significado de este tiempo de espera y de preparación para la venida del Señor. En el desierto de Judá proclama que ya ha llegado el tiempo del cumplimiento de las promesas y el reino de Dios está cerca. Por eso, es preciso abandonar con urgencia las sendas del pecado y creer en el Evangelio (cf. Mc 1, 15)…

2. En el Bautista encontráis hoy los rasgos fundamentales de vuestro servicio eclesial… Al confrontaros con él, os sentís animados a realizar una verificación de la misión que la Iglesia os confía. ¿Quién es Juan Bautista? Es, ante todo, un creyente comprometido personalmente en un exigente camino espiritual, fundado en la escucha atenta y constante de la palabra de salvación. Además, testimonia un estilo de vida desprendido y pobre; demuestra gran valentía al proclamar a todos la voluntad de Dios, hasta sus últimas consecuencias. No cede a la tentación fácil de desempeñar un papel destacado, sino que, con humildad, se abaja a sí mismo para enaltecer a Jesús.

Como Juan Bautista, también el catequista está llamado a indicar en Jesús al Mesías esperado, al Cristo. Tiene como misión invitar a fijar la mirada en Jesús y a seguirlo, porque sólo él es el Maestro, el Señor, el Salvador. Como el Precursor, el catequista no debe enaltecerse a sí mismo, sino a Cristo. Todo está orientado a él: a su venida, a su presencia y a su misterio.

El catequista debe ser voz que remite a la Palabra, amigo que guía hacia el Esposo. Y, sin embargo, como Juan, también él es, en cierto sentido, indispensable, porque la experiencia de fe necesita siempre un mediador, que sea al mismo tiempo testigo. ¿Quién de nosotros no da gracias al Señor por un valioso catequista -sacerdote, religioso, religiosa o laico-, de quien se siente deudor por la primera exposición orgánica y comprometedora del misterio cristiano?

3. Vuestra labor, queridos catequistas y profesores de religión, es muy necesaria y exige vuestra fidelidad constante a Cristo y a la Iglesia. En efecto, todos los fieles tienen derecho a recibir de quienes, por oficio o por mandato, son responsables de la catequesis y de la predicación respuestas no subjetivas, sino conformes al Magisterio constante de la Iglesia y a la fe enseñada desde siempre autorizadamente por cuantos han sido constituidos maestros y vivida de modo ejemplar por los santos.

A este propósito, quisiera recordar aquí la importante exhortación apostólica Quinque iam anni, que el siervo de Dios Papa Pablo VI dirigió al Episcopado católico cinco años después del concilio Vaticano II, es decir, hace treinta años, exactamente el 8 de diciembre de 1970. Él, el Papa, denunciaba la peligrosa tendencia a construir, partiendo de datos psicológicos y sociológicos, un cristianismo desligado de la Tradición ininterrumpida que le une a la fe de los Apóstoles (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de enero de 1971, p. 2). Queridos hermanos, también a vosotros os corresponde colaborar con los obispos a fin de que el esfuerzo necesario para hacer que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo comprendan el mensaje no traicione jamás la verdad y la continuidad de la doctrina de la fe (cf. ib., p. 3).

Pero no basta el conocimiento intelectual de Cristo y de su Evangelio. En efecto, creer en él significa seguirlo. Por eso debemos ir a la escuela de los Apóstoles, de los confesores de la fe, de los santos y de las santas de todos los tiempos, que han contribuido a difundir y hacer amar el nombre de Cristo, mediante el testimonio de una vida entregada generosa y gozosamente por él y por los hermanos.

4. A este respecto, el pasaje evangélico de hoy nos invita a un esmerado examen de conciencia. San Lucas habla de “allanar los senderos”, “elevar los valles”, “abajar los montes y colinas”, para que todo hombre vea la salvación de Dios (cf. Lc 3, 4-6). Esos “valles que deben elevarse” nos hacen pensar en la separación, que se constata en algunos, entre la fe que profesan y la vida que viven diariamente: el Concilio consideró esta separación como “uno de los errores más graves de nuestro tiempo” (Gaudium et spes, 43).

Los “senderos que deben allanarse” evocan, además, la condición de algunos creyentes que, del patrimonio integral e inmutable de la fe, cortan elementos subjetivamente elegidos, tal vez a la luz de la mentalidad dominante, y se alejan del camino recto de la espiritualidad evangélica para tener como referencia vagos valores inspirados en un moralismo convencional e irenista. En realidad, aun viviendo en una sociedad multiétnica y multirreligiosa, el cristiano no puede menos de sentir la urgencia del mandato misionero que impulsó a san Pablo a exclamar: “¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!” (1 Co 9, 16). En todas las circunstancias, en todos los ambientes, favorables o desfavorables, hay que proponer con valentía el evangelio de Cristo, anuncio de felicidad para todas las personas, de cualquier edad, condición, cultura y nación.

5. La Iglesia, consciente de ello, en los últimos decenios ha puesto mayor empeño aún en la renovación de la catequesis según las enseñanzas y el espíritu del concilio Vaticano II. Basta mencionar aquí algunas importantes iniciativas eclesiales, entre las que figuran las Asambleas del Sínodo de los obispos, especialmente la de 1974 dedicada a la evangelización; y también los diversos documentos de la Santa Sede y de los Episcopados, editados durante estos decenios. Un lugar especial ocupa, naturalmente, el Catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992, al que siguió, hace tres años, una nueva redacción del Directorio general para la catequesis. Esta abundancia de acontecimientos y documentos testimonia la solicitud de la Iglesia que, al entrar en el tercer milenio, se siente impulsada por el Señor a comprometerse con renovado impulso en el anuncio del mensaje evangélico…

7. “Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio” (Flp 1, 4-5). Amadísimos hermanos y hermanas, de buen grado hago mías las palabras del apóstol san Pablo, que la liturgia de hoy vuelve a proponer, y os digo: vosotros, catequistas de todas las edades y condiciones, estáis siempre presentes en mis oraciones, y el recuerdo de vosotros, comprometidos en la difusión del Evangelio en todo el mundo y en todas las situaciones sociales, es para mí motivo de consuelo y esperanza. Junto con vosotros deseo hoy rendir homenaje a vuestros numerosos compañeros que han pagado con todo tipo de sufrimientos, y a menudo también con la vida, su fidelidad al Evangelio y a las comunidades a las que fueron enviados. Quiera Dios que su ejemplo sea estímulo y aliento para cada uno de vosotros.

“Todos verán la salvación de Dios” (Lc 3, 6), así proclamaba en el desierto Juan el Bautista, anunciando la plenitud de los tiempos. Hagamos nuestro este grito de esperanza, celebrando el jubileo del bimilenario de la Encarnación. Ojalá que todos vean en Cristo la salvación de Dios. Para eso, deben encontrarlo, conocerlo y seguirlo. Queridos hermanos, esta es la misión de la Iglesia; esta es vuestra misión. El Papa os dice: ¡Id! Como el Bautista, preparad el camino del Señor que viene.

Os guíe y asista María santísima, la Virgen del Adviento, la Estrella de la nueva evangelización. Sed dóciles, como ella, a la palabra divina, y que su Magníficat os impulse a la alabanza y a la valentía profética. Así, también gracias a vosotros, se realizarán las palabras del Evangelio: “Todos verán la salvación de Dios”.

¡Alabado sea Jesucristo!

Ángelus (07-12-2003): Juan nos indica el camino

II Domingo de Adviento (Año C)
Domingo 07 de diciembre del 2003.

1. “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (Lc 3, 4).

En este segundo domingo de Adviento resuena con vigor esta invitación de san Juan el Bautista, un grito profético que sigue resonando a lo largo de los siglos.

Lo escuchamos también en nuestra época, mientras la humanidad prosigue su camino en la historia. A los hombres del tercer milenio, en busca de serenidad y paz, san Juan Bautista les indica el camino que es preciso recorrer.

2. Toda la liturgia del Adviento se hace eco del Precursor, invitándonos a ir al encuentro de Cristo, que viene a salvarnos. Nos preparamos para recordar de nuevo su nacimiento, que tuvo lugar en Belén hace cerca de dos mil años; renovamos nuestra fe en su venida gloriosa al final de los tiempos. Al mismo tiempo, nos disponemos a reconocerlo presente en medio de nosotros, pues nos visita también en las personas y en los acontecimientos diarios.

3. Nuestro modelo y guía en este itinerario espiritual típico del Adviento es María, que es mucho más bienaventurada por haber creído en Cristo que por haberlo engendrado físicamente (cf. san Agustín, Sermón 25, 7: PL 46, 937). En ella, preservada inmaculada de todo pecado y llena de gracia, Dios encontró la “tierra buena”, en la que puso la semilla de la nueva humanidad.

Que la Virgen Inmaculada, a quien nos disponemos a celebrar mañana, nos ayude a preparar bien “el camino del Señor” en nosotros mismos y en el mundo.

Benedicto XVI, papa
Ángelus (06-12-2009): Todo fue gracias a la Palabra

Domingo II de Adviento (Ciclo C)
Domingo 06 de diciembre del 2009.

En este segundo domingo de Adviento, la liturgia propone el pasaje evangélico en el que san Lucas, por decirlo así, prepara la escena en la que Jesús está a punto de aparecer para comenzar su misión pública (cf. Lc 3, 1-6). El evangelista destaca la figura de Juan el Bautista, que fue el precursor del Mesías, y traza con gran precisión las coordenadas espacio-temporales de su predicación. San Lucas escribe: “En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (Lc 3, 1-2). Dos cosas atraen nuestra atención. La primera es la abundancia de referencias a todas las autoridades políticas y religiosas de Palestina en los años 27 y 28 d.C. Evidentemente, el evangelista quiere mostrar a quien lee o escucha que el Evangelio no es una leyenda, sino la narración de una historia real; que Jesús de Nazaret es un personaje histórico que se inserta en ese contexto determinado. El segundo elemento digno de destacarse es que, después de esta amplia introducción histórica, el sujeto es “la Palabra de Dios”, presentada como una fuerza que desciende de lo alto y se posa sobre Juan el Bautista.

Mañana celebraremos la memoria litúrgica de san Ambrosio, el gran obispo de Milán. Tomo de él un comentario a este texto evangélico: “El Hijo de Dios —escribe—, antes de reunir a la Iglesia, actúa ante todo en su humilde siervo. Por esto, san Lucas dice bien que la palabra de Dios descendió sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto, porque la Iglesia no tiene su origen en los hombres sino en la Palabra” (Expos. del Evangelio de Lucas 2, 67). Así pues, este es el significado: la Palabra de Dios es el sujeto que mueve la historia, inspira a los profetas, prepara el camino del Mesías y convoca a la Iglesia. Jesús mismo es la Palabra divina que se hizo carne en el seno virginal de María: en él Dios se ha revelado plenamente, nos ha dicho y dado todo, abriéndonos los tesoros de su verdad y de su misericordia. San Ambrosio prosigue en su comentario: “Descendió, por tanto, la Palabra, para que la tierra, que antes era un desierto, diera sus frutos para nosotros” (ib.).

Queridos amigos, la flor más hermosa que ha brotado de la Palabra de Dios es la Virgen María. Ella es la primicia de la Iglesia, jardín de Dios en la tierra. Pero, mientras que María es la Inmaculada —así la celebraremos pasado mañana—, la Iglesia necesita purificarse continuamente, porque el pecado amenaza a todos sus miembros. En la Iglesia se libra siempre un combate entre el desierto y el jardín, entre el pecado que aridece la tierra y la gracia que la irriga para que produzca frutos abundantes de santidad. Pidamos, por lo tanto, a la Madre del Señor que nos ayude en este tiempo de Adviento a “enderezar” nuestros caminos, dejándonos guiar por la Palabra de Dios.

Ángelus (09-12-2012): Dos figuras del Adviento

II Domingo de Adviento (Ciclo C)
Domingo 09 de diciembre del 2012.

En el tiempo de Adviento la liturgia pone de relieve, de modo particular, dos figuras que preparan la venida del Mesías: la Virgen María y Juan Bautista. Hoy san Lucas nos presenta a este último, y lo hace con características distintas de los otros evangelistas. «Los cuatro Evangelios sitúan la figura de Juan el Bautista al comienzo de la actividad de Jesús, presentándolo como su precursor. San Lucas ha trasladado hacia atrás la conexión entre ambas figuras y sus respectivas misiones… Ya en la concepción y el nacimiento, Jesús y Juan son puestos en relación entre sí» (La infancia de Jesús, 21). Este planteamiento ayuda a comprender que Juan, en cuanto hijo de Zacarías e Isabel, ambos de familias sacerdotales, no sólo es el último de los profetas, sino que representa también el sacerdocio entero de la Antigua Alianza y por ello prepara a los hombres al culto espiritual de la Nueva Alianza, inaugurado por Jesús (cf. ibid. 25-26). Lucas además deshace toda lectura mítica que a menudo se hace de los Evangelios y coloca históricamente la vida del Bautista, escribiendo: «En el año decimoquinto el imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador… bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás» (Lc 3, 1-2). Dentro de este marco histórico se coloca el auténtico gran acontecimiento, el nacimiento de Cristo, que los contemporáneos ni siquiera notarán. ¡Para Dios los grandes de la historia hacen de marco a los pequeños!

Juan Bautista se define como la «voz que grita en el desierto: preparad el camino al Señor, allanad sus senderos» (Lc 3, 4). La voz proclama la palabra, pero en este caso la Palabra de Dios precede, en cuanto es ella misma la que desciende sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto (cf. Lc 3, 2). Por lo tanto él tiene un gran papel, pero siempre en función de Cristo. Comenta san Agustín: «Juan es la voz. Del Señor en cambio se dice: «En el principio existía el Verbo» (Jn 1, 1). Juan es la voz que pasa, Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído, pero no edifica el corazón» (Discurso 293, 3: pl 38, 1328). Es nuestra tarea escuchar hoy esa voz para conceder espacio y acogida en el corazón a Jesús, Palabra que nos salva. En este tiempo de Adviento preparémonos para ver, con los ojos de la fe, en la humilde Gruta de Belén, la salvación de Dios (cf. Lc 3, 6). En la sociedad de consumo, donde existe la tentación de buscar la alegría en las cosas, el Bautista nos enseña a vivir de manera esencial, a fin de que la Navidad se viva no sólo como una fiesta exterior, sino como la fiesta del Hijo de Dios, que ha venido a traer a los hombres la paz, la vida y la alegría verdadera.

A la materna intercesión de María, Virgen de Adviento, confiamos nuestro camino al encuentro del Señor que viene, para estar preparados a acoger, en el corazón y en toda la vida, al Emanuel, Dios-con-nosotros.

Congregación para el Clero
Homilía

En este segundo Domingo de Adviento, la Iglesia quisiera «empujarnos» aún más hacia el «Hecho» que ha cambiado la historia de la humanidad, hacia el Acontecimiento que es el fundamento de la «nueva historia» que, ahora, abraza a la humanidad y que celebraremos en la Noche de Navidad: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, Encarnado, muerto y resucitado por nosotros.

En la liturgia de hoy, son dos los modos con los que la Iglesia nos introduce en el umbral del Misterio de Navidad: dándonos las coordinadas histórico-políticas del Hecho y haciendo que nos encontremos con aquel que fue la voz de este Hecho.

Miremos primero las coordenadas histórico políticas del Hecho: San Lucas nos dice quién era el emperador de entonces, quién el gobernador de Judea, quiénes los tetrarcas y quiénes los sumos sacerdotes de Israel. Dios no se asoma de una manera genérica a la historia de la humanidad, sino que entra en una historia, en un pueblo y en un lugar bien determinados, desde los cuales atraerá a la humanidad entera, como se escucha en la extraordinaria profecía del profeta Baruc: «Levántate, Jerusalén, sube a lo alto y dirige tu mirada hacia el Oriente: mira a tus hijos reunidos desde el oriente al occidente por la palabra del Santo, llenos de gozo, porque Dios se acordó de ellos. Ellos salieron de ti a pie, llevados por enemigos, pero Dios te los devuelve, traídos gloriosamente como en un trono real » (Bar 5,5).

Así somos llevados progresivamente, a esa extremada «concreción» de Dios, que es el Misterio de la Encarnación: Dios se hace el encontradizo en un particular momento histórico y en un determinado pueblo, pero no solo: Él se hace encontrar en una «persona», en la persona de Jesús de Nazaret, el Hijo unigénito del Padre Eterno, concebido por María Virgen y dado a luz en Belén de Judea.

No obstante, Dios no actuó ni actúa en esta particular historia, por mérito del hombre. Ni en el hombre ni en su actuar, en efecto, no hay ningún mérito, ninguna «razón» para merecer la venida de Dios. No hay en el universo ni un solo átomo que pueda merecer tal gracia. Dios se inclina sobre nosotros, en este acontecimiento, porque en el Misterio de su soberana Libertad, Él así lo ha querido. Se ha elegido un pueblo, el de Israel; quiso educar al hombre para que pidiera su intervención, para que implorara su perdón, su gracia, pero Él interviene por un acto absolutamente gratuito de su Voluntad.

Siempre miramos a Jesús con una infinita gratitud y queremos encontrarlo: Él, Niño en la cuna de Belén, es «para nosotros». Él está para cada uno de nosotros. Y es tanto más evidente la inconmensurable grandeza de este Don, cuanto más aceptamos que no lo merecemos, que nada en nosotros merece tanto. Por eso no esperamos un tiempo favorable para encontrar al Señor; no esperamos merecer el don de la Fe o una Fe más ardiente o profunda, sino que pedimos que Él intervenga en nuestra vida, que se nos muestre, que nos abra los ojos, porque la fe, es decir, el encuentro con Él, es una gracia que Él quiere darnos – más aún, que nos la ha dado definitivamente en el Bautismo- y que nos invita a pedirla porque, deseándola, podemos recibirla siempre con mayor fruto.

En la liturgia de hoy, la Iglesia hace que nos encontremos con aquel que es la voz de este Hecho: el hijo de Zacarías y de Isabel, el primo de Jesús, Juan Bautista, elegido por Dios para ser el profeta de su Hijo. Llega a nosotros esa voz que pronto se apagará con el martirio, para dejarle el puesto a Aquel que es la Palabra, la Palabra eterna del Padre, Cristo nuestro Señor.

¿Cuál es el mensaje de Juan? Él nos invita, antes que nada, a actuar, diciendo: « preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas »; pero después agrega, por medio de lo que los exégetas llaman el «pasivo teológico», que esta acción la llevará a cabo Dios mismo: «serán enderezados los senderos sinuosos y las colinas serán aplanadas ». Lo cual equivale a decir: «No pongáis obstáculos al camino del Señor; pedid, implorad que Él venga y «dejad» que llegue hasta vosotros ». Sí, porque Dios ha decidido no salvarnos sin nosotros. Él no quiere hacer menos que el «sí» de María, para hacerse hombre: quiere ser anunciado por primera vez a la humanidad, por medio de Juan, hijo de Zacarías; constituyó a los Apóstoles, los sacerdotes, como instrumentos «necesarios» de su obra de salvación; constituyó la Iglesia como «lugar» del encuentro con Él y pide, ahora, nuestro personal «sí» para salvarnos. «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.[…]. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. Entonces, todos los hombres verán la salvación de Dios ».

María Inmaculada, la morada que Dios mismo se ha preparado para hacerse hombre y entrar en el mundo, la humildísima criatura que aceptó y quiso que sucediera en Ella lo que el Ángel le había dicho, nos obtenga la gracia de implorar y acoger el encuentro con Cristo y la radical transformación que siempre se desprende de este Encuentro. Amén.

Texto extraído de http://www.deiverbum.org

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