Domingo de la cuarta semana de Adviento: Homilías de los Santos Padres


San Ambrosio, obispo
Comentario: La visitación de santa María Virgen
Sobre el evangelio de san Lucas, Lib. 2, 19.22-23.26-27: CCL 14, 39-42 (Liturgia de las Horas)

El ángel que anunciaba los misterios, para llevar a la fe mediante algún ejemplo, anunció a la Virgen María la maternidad de una mujer estéril y ya entrada en años, manifestando así que Dios puede hacer todo cuanto le place.

Desde que lo supo, María, no por falta de fe en la profecía, no por incertidumbre respecto al anuncio, no por duda acerca del ejemplo indicado por el ángel, sino con el regocijo de su deseo, como quien cumple un piadoso deber, presurosa por el gozo, se dirigió a las montañas.

Llena de Dios de ahora en adelante, ¿Cómo no iba a elevarse apresuradamente hacia las alturas? La lentitud en el esfuerzo es extraña a la gracia del Espíritu. Bien pronto se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor; pues en el momento mismo en que Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre, y ella se llenó del Espíritu Santo.

Considera la precisión y exactitud de cada una de las palabras: Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos.

El niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la madre. Juan salta de gozo y María se alegra en su espíritu. En el momento que Juan salta de gozo, Isabel se llena del Espíritu, pero, si observas bien, de María no se dice que fuera llena del Espíritu, sino que se afirma únicamente que se alegró en su espíritu (pues en ella actuaba ya el Espíritu de una manera incomprensible); en efecto: Isabel fue llena del Espíritu después de concebir; María, en cambio, lo fue ya antes de concebir, porque de ella se dice: ¡Dichosa tú que has creído!

Pero dichosos también vosotros, porque habéis oído y creído; pues toda alma creyente concibe y engendra la Palabra de Dios y reconoce sus obras.

Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor; que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, en cambio, por la fe, Cristo es el fruto de todos; pues toda alma recibe la Palabra de Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde la castidad con una pureza intachable.

Toda alma, pues, que llega a tal estado proclama la grandeza del Señor, igual que el alma de María la ha proclamado, y su espíritu se ha alegrado en Dios Salvador.

El Señor, en efecto, es engrandecido, según puede leerse en otro lugar: Proclamad conmigo la grandeza del Señor. No porque con la palabra humana pueda añadirse algo a Dios, sino porque él queda engrandecido en nosotros. Pues Cristo es la imagen de Dios y, por esto, el alma que obra justa y religiosamente engrandece esa imagen de Dios, a cuya semejanza ha sido creada, y, al engrandecerla, también la misma alma queda engrandecida por una mayor participación de la grandeza divina.

San Juan Pablo II, papa
Homilía (21-12-1977):
VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN BARTOLOMÉ APÓSTOL.
Domingo 21 de diciembre de 1977.

1. «¡Bienaventurada tú, que has creído! » (Lc 1, 45). La primera bienaventuranza que se menciona en los evangelios está reservada a la Virgen María. Es proclamada bienaventurada por su actitud de total entrega a Dios y de plena adhesión a su voluntad, que se manifiesta con el «sí» pronunciado en el momento de la Anunciación.

Al proclamarse «la esclava del Señor» (Aleluya; cf. Lc 1, 38), María expresa la fe de Israel. En ella termina el largo camino de la espera de la salvación que, partiendo del jardín del Edén, pasa a través de los patriarcas y la historia de Israel, para llegar a la «ciudad de Galilea, llamada Nazaret» (Lc 1, 26). Gracias a la fe de Abraham, comienza a manifestarse la gran obra de la salvación; gracias a la fe de María, se inauguran los tiempos nuevos de la Redención.

En el pasaje evangélico de hoy hemos escuchado la narración de la visita de la Madre de Dios a su anciana prima Isabel. A través del saludo de las respectivas madres, se realiza el primer encuentro entre Juan Bautista y Jesús. San Lucas recuerda que María «fue aprisa» (cf. Lc 1, 39) a casa de Isabel. Esta prisa por ir a casa de su prima indica su voluntad de ayudarle durante el embarazo; pero, sobre todo, su deseo de compartir con ella la alegría por la llegada de los tiempos de la salvación. En presencia de María y del Verbo encarnado, Juan salta de alegría e Isabel se llena del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 41).

2. En la Visitación de María encontramos reflejadas las esperanzas y las expectativas de la gente humilde y temerosa de Dios, que esperaba la realización de las promesas proféticas. La primera lectura, tomada del libro del profetas Miqueas, anuncia la venida de un nuevo rey según el corazón de Dios. Se trata de un rey que no buscará manifestaciones de grandeza y de poder, sino que surgirá de orígenes humildes, como David, y, como él, será sabio y fiel al Señor. «Y tú, Belén, (…) pequeña, (…) de ti saldrá el jefe» (Mi 5, 1). Este rey prometido protegerá a su pueblo con la fuerza misma de Dios y llevará paz y seguridad hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5, 3). En el Niño de Belén se cumplirán todas estas promesas antiguas.

3. Amadísimos hermanos y hermanas … el evangelio de hoy nos presenta el episodio «misionero» de la visita de María a Isabel. Acogiendo la voluntad divina, María ofreció su colaboración activa para que Dios pudiera hacerse hombre en su seno materno. Llevó en su interior al Verbo divino, yendo a casa de su anciana prima que, a su vez, esperaba el nacimiento del Bautista. En este gesto de solidaridad humana, María testimonió la auténtica caridad que crece en nosotros cuando Cristo está presente.

4. Amadísimos parroquianos… ¡que toda la acción de vuestra comunidad se inspire siempre en este mensaje evangélico! El que participa activamente en la vida parroquial no puede menos de sentir la llamada bautismal a hacerse prójimo de quien está necesitado y sufre. Llevad a cada uno el anuncio típico de la Navidad: ¡No tengáis miedo, Cristo ha nacido por vosotros! Difundid este anuncio por doquier en este tiempo… Id a donde la gente vive y estad dispuestos a ayudarle, en la medida de vuestras posibilidades, a salir de toda forma de aislamiento. A todos y a cada uno anunciad y testimoniad a Cristo y la alegría del Evangelio.

Esta misión es para vosotras, queridas familias: la Iglesia os llama a movilizaros para transmitir la fe y, sobre todo, a vivirla intensamente vosotras mismas… La Iglesia, convencida de que no bastan las intervenciones de tipo social o médico, invita a un testimonio cada vez más convincente de los valores humanos y cristianos en la sociedad y a una auténtica solidaridad con las personas, especialmente si son débiles y están solas.

¡Ojalá que la celebración de hoy, en la perspectiva de la Navidad, suscite en cada persona el entusiasmo por amar la vida, defenderla y promoverla con todos los medios legítimos! Este es el mejor modo de celebrar la Navidad, compartiendo con todas las personas de buena voluntad la alegría de la salvación, que el Verbo encarnado trajo al mundo.

Deseo, además, que el tiempo navideño y el comienzo del nuevo año renueven en cada uno un fuerte impulso misionero. Que renazca en esta comunidad, como en toda la diócesis, el fervor original de la antigua comunidad cristiana de Roma descrito en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 28, 15.30).

5. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hb 10, 7). Al presentar el misterio de la Encarnación, la carta a los Hebreos describe las disposiciones con las que el Verbo divino entra en el mundo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo» (Hb 10, 5). El verdadero y perfecto sacrificio, ofrecido por Jesús al Padre, es el de su plena adhesión al plan salvífico. Su obediencia total al Padre, que ya desde el primer instante caracteriza la historia terrena de Jesús, encontrará su cumplimiento definitivo en el misterio de la Pascua. Por eso, ya en la Navidad se halla presente la perspectiva pascual. Este es el comienzo de la redención de Jesús, que se cumplirá totalmente con su muerte y resurrección.

María, modelo de fe para todos los creyentes, nos ayude a prepararnos a acoger dignamente al Señor que viene. Con Isabel reconozcamos las maravillas que el Señor hizo en ella. «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42). Jesús, fruto bendito del seno de la Virgen María, bendiga a vuestras familias, a los jóvenes, a los ancianos, a los enfermos y a las personas solas. Él, que se hizo niño para salvar a la humanidad, traiga a todos luz, esperanza y alegría. Amén.

Benedicto XVI, papa
Ángelus (2009):
IV Domingo de Adviento, 20 de diciembre de 2009.

Queridos hermanos y hermanas:

Con el IV domingo de Adviento, la Navidad del Señor está ya ante nosotros. La liturgia, con las palabras del profeta Miqueas, invita a mirar a Belén, la pequeña ciudad de Judea testigo del gran acontecimiento: «Pero tú, Belén de Efratá, la más pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial» (Mi 5, 1). Mil años antes de Cristo, en Belén había nacido el gran rey David, al que las Escrituras concuerdan en presentar como antepasado del Mesías. El Evangelio de san Lucas narra que Jesús nació en Belén porque José, el esposo de María, siendo de la «casa de David», tuvo que dirigirse a esa aldea para el censo, y precisamente en esos días María dio a luz a Jesús (cf. Lc 2, 1-7). En efecto, la misma profecía de Miqueas prosigue aludiendo precisamente a un nacimiento misterioso: «Dios los abandonará -dice- hasta el tiempo en que la madre dé a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel» (Mi 5, 2).

Así pues, hay un designio divino que comprende y explica los tiempos y los lugares de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es un designio de paz, como anuncia también el profeta hablando del Mesías: «En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra. Él mismo será nuestra paz» (Mi 5, 3-4).

Precisamente este último aspecto de la profecía, el de la paz mesiánica, nos lleva naturalmente a subrayar que Belén es también una ciudad-símbolo de la paz, en Tierra Santa y en el mundo entero. Por desgracia, en nuestros días, no se trata de una paz lograda y estable, sino una paz fatigosamente buscada y esperada. Dios, sin embargo, no se resigna nunca a este estado de cosas; por ello, también este año, en Belén y en todo el mundo, se renovará en la Iglesia el misterio de la Navidad, profecía de paz para cada hombre, que compromete a los cristianos a implicarse en las cerrazones, en los dramas, a menudo desconocidos y ocultos, y en los conflictos del contexto en el que viven, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos y mensajeros de paz, para llevar amor donde hay odio, perdón donde hay ofensa, alegría donde hay tristeza y verdad donde hay error, según las bellas expresiones de una conocida oración franciscana.

Hoy, como en tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad que busca la paz verdadera. «Él mismo será nuestra paz», dice el profeta refiriéndose al Mesías. A nosotros nos toca abrir de par en par las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos con fe al servicio del designio de Dios. Aunque no lo comprendamos plenamente, confiemos en su sabiduría y bondad. Busquemos ante todo el reino de Dios, y la Providencia nos ayudará. ¡Feliz Navidad a todos!

Ángelus (2012):
Plaza de San Pedro
IV Domingo de Adviento, 23 de diciembre de 2012.

En este IV domingo de Adviento, que precede en poco tiempo al Nacimiento del Señor, el Evangelio narra la visita de María a su pariente Isabel. Este episodio no representa un simple gesto de cortesía, sino que reconoce con gran sencillez el encuentro del Antiguo con el Nuevo Testamento. Las dos mujeres, ambas embarazadas, encarnan, en efecto, la espera y el Esperado. La anciana Isabel simboliza a Israel que espera al Mesías, mientras que la joven María lleva en sí la realización de tal espera, para beneficio de toda la humanidad. En las dos mujeres se encuentran y se reconocen, ante todo, los frutos de su seno, Juan y Cristo. Comenta el poeta cristiano Prudencio: «El niño contenido en el vientre anciano saluda, por boca de su madre, al Señor hijo de la Virgen» (Apotheosis, 590: PL 59, 970). El júbilo de Juan en el seno de Isabel es el signo del cumplimiento de la espera: Dios está a punto de visitar a su pueblo. En la Anunciación el arcángel Gabriel había hablado a María del embarazo de Isabel (cf. Lc 1, 36) como prueba del poder de Dios: la esterilidad, a pesar de la edad avanzada, se había transformado en fertilidad.

Isabel, acogiendo a María, reconoce que se está realizando la promesa de Dios a la humanidad y exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43). La expresión «bendita tú entre las mujeres» en el Antiguo Testamento se refiere a Yael (Jue 5, 24) y a Judit (Jdt 13, 18), dos mujeres guerreras que se ocupan de salvar a Israel. Ahora, en cambio, se dirige a María, joven pacífica que va a engendrar al Salvador del mundo. Así también el estremecimiento de alegría de Juan (cf. Lc 1, 44) remite a la danza que el rey David hizo cuando acompañó el ingreso del Arca de la Alianza en Jerusalén (cf. 1 Cro 15, 29). El Arca, que contenía las tablas de la Ley, el maná y el cetro de Aarón (cf. Hb 9, 4), era el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El que está por nacer, Juan, exulta de alegría ante María, Arca de la nueva Alianza, que lleva en su seno a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.

La escena de la Visitación expresa también la belleza de la acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está Dios y la alegría que viene de Él. En el tiempo de Navidad imitemos a María, visitando a cuantos viven en dificultad, en especial a los enfermos, los presos, los ancianos y los niños. E imitemos también a Isabel que acoge al huésped como a Dios mismo: sin desearlo, no conoceremos nunca al Señor; sin esperarlo, no lo encontraremos; sin buscarlo, no lo encontraremos. Con la misma alegría de María que va deprisa donde Isabel (cf. Lc 1, 39), también nosotros vayamos al encuentro del Señor que viene. Oremos para que todos los hombres busquen a Dios, descubriendo que es Dios mismo quien viene antes a visitarnos. A María, Arca de la Nueva y Eterna Alianza, confiamos nuestro corazón, para que lo haga digno de acoger la visita de Dios en el misterio de su Nacimiento.

Congregación para el Clero

“¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme?” (Lc 1,43). Está cerca la Noche Santa, y parece sentirse ya el canto de los Ángeles, que llama a los pastores a la gruta de Belén, cuando la Iglesia, en este cuarto Domingo de Adviento, en un extraordinario crescendo de gracia y asombro, después de habernos hecho encontrar a Juan el Bautista, el precursor del Verbo Encarnado, nos pone delante a María, que lleva en su seno al Esperado de nuestro corazón.

¿A qué se debe este extraordinario encuentro? ¿Por qué se nos ofrece una visita tan inesperada, tan inmerecida antes de Navidad? ¿Qué quiere darnos hoy la Iglesia? ¿Qué nos dice hoy María?

Antes que nada, se alimenta de manera extraordinaria nuestra espera, nuestro deseo y nuestra gratitud.

Es alimentada nuestra espera, porque María Santísima lleva en su seno el Fruto que Dios espera de la humanidad, el Fruto que jamás hubiéramos sido capaces de ofrecer, el Hijo que ha sido engendrado en Ella por obra del Espíritu Santo: Aquel que, entrando en el mundo, dice: «No has querido ni holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces he dicho: “He aquí que vengo –como está escrito de mí en el libro- para hacer, oh Dios, tu voluntad” » (Heb 10,6-7).

Es alimentado nuestro deseo, porque si es tan hermosa la Virgen Inmaculada que viene a visitarnos, si su voz llena de alegría el seno de Santa Isabel e inunda de amor nuestro corazón, cuán extraordinariamente hermoso, amoroso y grande debe ser el que Ella lleva dentro de sí. Si tan majestuosa es la Alcoba real, cuán fuerte y majestuoso será el Rey que habita en ella… Si tan dulce es el primer fruto, qué exuberante será el Árbol del cual fue recogido… Esperamos deseosos el Nacimiento del Señor y alimentamos este deseo, mirando a María y repitiendo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,42).

Es alimentada también nuestra gratitud. Sí, porque si la voz que sale de sus labios es fuente de alegría, puesto que es eco de aquella Alegría sin ocaso que lleva en su seno, lo debemos a su santa libertad. Sí, porque Ella “ha creído –como exulta Isabel- que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lc 1,45): pronunció su “sí” al anuncio del Ángel y, de este modo, ha permitido nuestro “sí”. Todo “sí” se funda en su “sí”.

Sobre su “sí” ha querido apoyarse el “sí” eterno de Dios para nuestra salvación. Por su “sí”, la salvación se ha hecho realidad. Por su “sí”, también nosotros podemos adherirnos, podemos “creer” en las palabras que el Señor nos dice y, de este modo, llegar a la bienaventuranza.

¿Qué nos dice el Señor? ¿En qué debemos creer, en este Año de la Fe, con fe firme, obedeciendo con nuestra voluntad e inteligencia?

Estamos llamados a creer con fe firme, sobre todo en esto: el Pastor de Israel que, sentado sobre los querubines, resplandece, viene a visitarnos a nosotros, que somos su viña y, puesto que Él nos ha reunido tomando nuestra carne en María y de María, jamás nos alejaremos de Él (cfr. Sal 79,2.15.19).

En segundo lugar, somos llamados a creer con fe firme, que Él no sólo toma nuestra carne, sino que se hace “llevar” por nuestra carne. Es en el seno de María que Cristo visita a Santa Isabel y bendice a su precursor. Es de María que nacerá en Belén. Es por María que será presentado al Padre y a la humanidad en el Templo de Jerusalén. Él se hace llevar por la carne humana, por la carne inmaculada de María y por la carne “salvada” por la Iglesia. Es a través de la carne de la Iglesia, a través de nuestra carne –la carne que Él ha hecho partícipe de su misma gloria divina- que Él quiere estar con nosotros y alcanzar a cada hombre, hoy y hasta la consumación de los tiempos.

Por todo esto exultamos con alegría indecible y gloriosa, entonando con Aquella a la que todas las generaciones llamarán “Bienaventurada”: “Mi alma magnifica al Señor y mi espíritu exulta en Dios mi Salvador” (Lc 1,46). Amén.

Texto extraído de http://www.deiverbum.org

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