Porqué el nombre “El buque escuela”

“Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».” (Marcos 4, 36-41)

El símbolo del barco ha permanecido de forma consistente en la Iglesia durante siglos.

Los barcos han aparecido en el arte cristianos desde los primeros tiempos, comenzando por las catacumbas. Era una de las imágenes preferidas de los Padres de la Iglesia, que percibían el barco como un símbolo de la Iglesia.

Jesucristo comienza a convocar a su Iglesia a orillas del mar, llamando a hombres dedicados profesionalmente a la pesca y con formulaciones de imágenes tomadas de la vida marítima. El mundo, agitado por el desorden del pecado, es como un mar proceloso. En él abunda la pesca, que puede y debe ser recogida por aquellos a los que Cristo encomienda participar en su misma misión: la de conducir a los hombres a vivir como hijos de Dios y hermanos entre sí. «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19; Mc 1, 17), dirá a los hermanos Simón y Andrés y, en seguida, a los hijos del pescador Zebedeo.

La Iglesia, pues, se asemeja a una barca, desde cuya cubierta se ha de llevar a cabo la obra evangelizadora. Desde la barca se arroja la amplia red, que tiene la comisión de recoger a cuantos quieran incorporarse a la fe. En la Iglesia habrá sitio para cuantos se abran libremente a pertenecer a la comunidad de Jesucristo.

La pesca que nos narra el evangelista Juan, realizada en presencia y en nombre de Cristo Resucitado (cfr. Jn 21, 1-14), es una imagen plástica para describir la vocación misionera de la Iglesia. En la ausencia de Cristo, los discípulos, expertos en recursos humanos, son incapaces, sin embargo, de conseguir pez alguno. Sólo en el nombre del Señor, incluso contra todas las apariencias y contra todas las previsiones humanas, será posible que la Iglesia tenga éxito.

Cristo es quien gobierna la nave, si usamos el verbo gobernar con el sentido etimológico de «dirigir el rumbo» o de «manejar el timón». Cristo crucificado es el experto timonel de la Iglesia; con su donación completa consigue dirigir la frágil barquilla al puerto del Reino, a pesar del temible oleaje de las ruindades humanas y de las deshumanizaciones terrenas.

Se destacan, por una parte, la seguridad en el rumbo de la pequeña nave eclesial, asentada en la orientación constante que le ofrece la cruz de Cristo, y, por otra, la responsabilidad que tienen los marineros que pueblan la barca, porque en sus capacidades, aprendidas en la escuela de navegación de la intimidad con Cristo, está la suerte del buque.

La Iglesia es descrita en múltiples ocasiones como la barca de Simón Pedro. Con el empleo de esta imagen se dibuja el componente humano de la Iglesia y la voluntad de Cristo de entregar la navegación de su barca a las manos vicarias de Pedro y de los otros Apóstoles.

En efecto, la barca anclada en las orillas del lago de Genesaret es propiedad de Pedro, pero va a ser expropiada para, sin perder su identidad natural, convertirse en algo diferente. Se transformará en cátedra, que se pone a disposición del único Maestro, Cristo.

La simbología es clara: la nave está varada en la orilla, en la que se agolpan los seres humanos, ansiosos de la Palabra que salva, y apunta su proa hacia altamar, a la que, obediente a la voluntad del Señor, se va a dirigir.

De esta suerte, tras una larga noche de pesca, fiada sólo de las fuerzas de Pedro y de los suyos y, al parecer, condenada a la esterilidad y a la frustración, podrá conseguirse una pesca abundante en el nombre de Cristo.

Cristo sube siempre a la barca de su Iglesia para calmar las olas del mundo, para conducir a los que creen en Él, con navegación tranquila, a la patria celestial y hacer ciudadanos a los que hizo copartícipes de su humanidad. Por tanto, no es Cristo quien tiene necesidad de la nave, sino la nave la que necesita a Cristo porque sin el piloto celestial, la nave de la Iglesia no puede llegar al puerto celestial.