Vete primero a reconciliarte con tu hermano


La humildad y mansedumbre fueron las virtudes más caras a Jesucristo, por lo que dijo a los discípulos que aprendiesen de Él a ser mansos y humildes. Nuestro Redentor fue llamado cordero: “He aquí al Cordero de Dios”, sea por razón del sacrificio que había de consumar en la cruz para satisfacción de nuestros pecados, sea por la mansedumbre que manifestó en toda su vida, y especialmente en tiempo de su pasión. Esta mansedumbre prosiguió ejercitándola hasta la muerte, pues pendiente en la cruz, cuando los soldados le escarnecían y blasfemaban de Él, Él se limitaba a pedir al Padre Eterno que los perdonara.

¡Cuánto estima Jesucristo a los corazones mansos que, al recibir afrentas, burlas, calumnias, persecuciones y hasta golpes y heridas, no se irritan contra quienes los injurian o golpean! Las oraciones de los humildes siempre son atendidas por Dios, pues a ellos de modo especial les está prometido el paraíso: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”.

Decía Santa Teresa: «Y con las personas que decían mal de mí, no sólo no estaba mal con ellas, sino que me parece les cobraba amor de nuevo»; por lo que más tarde escribió de ella la Sagrada Rota Romana que «las ofensas suministraban alimento a su amor». Tan grande mansedumbre no se da sino en quienes tienen gran acopio de humildad y bajo concepto de sí mismos, que llegan a convencerse que merecen toda suerte de desprecios; y de ahí, por el contrario, que los orgullosos sean siempre iracundos y vengativos, porque, en su concepto, son dignos de todo honor.

¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor! Hay que morir, pues, en el Señor para ser bienaventurado y para comenzar a gozar de la bienaventuranza en esta vida, es decir, de la bienaventuranza de que se puede disfrutar antes de ir a la gloria. El muerto, por mucho que lo maltraten y pisoteen, no siente nada; el humilde, igualmente, estando como muerto, que ni ve ni oye, debe sufrir cuantos desprecios le hagan. Quien ama de corazón a Jesucristo, presto llega a este estado, porque, conforme en todo con la voluntad divina, acepta con la misma paz y ánimo igual lo próspero como lo adverso, los consuelos como las aflicciones, las injurias como las alabanzas. Decía San Francisco de Sales: «¿Qué es el mundo entero, comparado con la paz del corazón?». ¿De qué sirven todas las riquezas y todos los honores del mundo a quien vive inquieto y no disfruta de paz del corazón?

En suma, para vivir siempre unidos con Jesucristo, debemos hacer todas las cosas con tranquilidad, sin inquietarnos por contrariedades que surgieren. El Señor no habita en los corazones turbados. El maestro de la mansedumbre, San Francisco de Sales, decía: «No os dejéis dominar por la cólera, ni siquiera le abráis la puerta, con el pretexto que fuere, porque, una vez introducida en él, no está en vuestra mano arrojarla ni aun dominarla».

La cólera hace su asiento en el corazón de los insensatos, que aman poco a Jesucristo; más en el corazón de los verdaderos amantes de Jesucristo, si llegare a entrar por sorpresa, luego es arrojada y no puede en él habitar. Quien ama con todo corazón al Redentor, no vive malhumorado, porque, no queriendo sino lo que Dios quiere, tiene siempre cuanto quiere, por lo que vive tranquilo y siempre igual en su conducta. La voluntad divina le tranquiliza en todas las adversidades que le acaecen, y por eso ejercita la mansedumbre absolutamente con todos. Tal mansedumbre no se puede, con todo, alcanzar sin grande amor a Jesucristo, porque es un hecho que no llegaremos a ser mansos ni suaves con los demás mientras no sintamos gran ternura hacia Jesucristo.

Cuando el prójimo nos insulte, si no nos halláramos preparados y muy prevenidos de antemano, difícilmente podremos atinar con lo que procederá hacer para no dejarnos dominar de la ira, porque entonces la pasión nos pintará como muy puesto en razón rechazar intrépidamente y con audacia la audacia de quien tan indignamente nos maltrata. En ciertos casos hemos de procurar responder con blandura, que éste es el camino para extinguir el fuego. Pero, a veces, se diría ser necesario tener que reprimir con aspereza a algún insolente. Luego es lícito, a veces, encolerizarse, con tal, empero, que no haya pecado. Y aquí está precisamente la dificultad. Especulativamente hablando, hay ocasiones en que parece oportuno hablar o responder ásperamente a alguno para hacerle entrar dentro de sí, pero en la práctica es muy difícil hacerlo sin riesgo de pecar, por lo que el camino más seguro es amonestar o responder siempre con blandura. Decía San Francisco de Sales: «No me acuerdo vez que me haya dejado llevar de la ira, que después no haya tenido que arrepentirme».

También hemos de ser mansos con nosotros mismos. El demonio nos hace ver muy laudable el airarse contra sí mismo cuando se comete un defecto; mas no es así, sino ardid del enemigo, que pretende inquietarnos para que seamos incapaces de hacer cosa de provecho. Decía San Francisco de Sales: «Tened por cierto que cuantos pensamientos nos inquietan no proceden de Dios, que es príncipe de paz, sino del demonio, o del amor propio, o de la estima en que nos tenemos. Tales son las tres fuentes de que nacen todas nuestras turbaciones. Por eso, cuando nos asalten pensamientos de inquietud, desechémoslos y despreciémoslos al punto».

También es sumamente necesaria la mansedumbre cuando nos veamos en la precisión de tener que corregir a los demás. Las correcciones hechas con amargo celo son más dañosas que útiles, mayormente cuando el delincuente se halla turbado; en este caso procederá diferir la corrección y aguardar el tiempo en que se haya calmado el hervor de la ira. También conviene abstenernos de corregir a los demás cuando nos hallemos malhumorados, porque entonces la amonestación parecerá hecha con aspereza, y el reo, viéndose de tal modo reprendido, no hará cuenta de la admonición hecha con apasionamiento.

Despreciado Jesús mío, amor y alegría de mi alma, con vuestro ejemplo habéis vuelto a vuestros amadores amables los desprecios. En adelante os prometo sufrir las afrentas por amor vuestro, ya que en esta tierra fuisteis tan escarnecido por amor mío. Dadme fuerza para cumplir lo prometido; dadme a conocer y obligadme a obrar todo cuanto de mí queréis.

Dios mío y mi todo, no quiero buscar más bien fuera de vos, que sois bien infinito. Vos, que tanto veláis por mi adelantamiento, haced que no tenga otro cuidado que el de agradaros. Haced que todos mis pensamientos vayan encaminados a huir de cuanto pueda ofenderos e ir en seguimiento de cuanto pueda agradaros. Alejad de mí toda ocasión que pueda desviarme de vuestro amor. Me despojo de mi libertad y por entero la consagro a vuestro divino beneplácito.

Os amo, bondad infinita; os amo, amor mío. Verbo encarnado, os amo más que a mí mismo. Tened compasión de mí y curad cuantas llagas padece mi alma por los pecados con que os ofendí. Me abandono por completo en vuestros brazos, Jesús mío; quiero ser del todo vuestro, quiero sufrirlo todo por vuestro amor y no quiero de vos más que a vos mismo.

San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo. Capítulo XII. Quien ama a Jesucristo, no se irrita contra el prójimo”

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