Mateo 25, 31-46 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia

31 «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria 32 y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. 33 Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. 34 Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. 35 Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, 36 estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. 37 Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; 38 ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; 39 ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. 40 Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. 41 Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. 42 Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, 43fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. 44 Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. 45 Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. 46 Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna».

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)

Cesareo de Arlés

Sermón: Tener compasión

«A mí me lo hicisteis» (Mt 25,40)
24: SC 243

Reflexionad, hermanos, y ved el ejemplo que nos da nuestro Señor, que hizo de nosotros viajeros y nos ordenó venir hasta la ciudad celeste (He 11, 13s) corriendo por el camino de la caridad… Aunque su lugar está en el cielo, por compasión hacia los que penaban, porque es la cabeza de los miembros y del cuerpo en el mundo entero (Col 2,19), dijo: “Cuando no hicisteis esto a uno de los más pequeños, tampoco me lo hicisteis a mí»… Cuando convirtió a Pablo el perseguidor en predicador, le dijo desde lo alto del cielo: ” ¿Pablo, Pablo, por qué me persigues?” (Hech. 9,4)… Pablo perseguía a los cristianos: ¿acaso perseguía a Cristo, que estaba en el cielo? Pero Cristo mismo estaba en los cristianos, sufriendo en todos sus miembros, para que en Él esta palabra sea verdadera: “Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él” (1Co 12,26)…

Llevemos pues las cargas unos de otros (Ga 6,2); allí donde fue la cabeza, están destinados a ir los otros miembros… Si nuestro Señor y Salvador, que no tenía pecado, se digna amarnos, a nosotros pecadores, con un afecto tan grande que Él afirma sufrir lo que sufrimos nosotros, ¿por qué nosotros, que no estamos sin pecado y que podemos rescatar nuestros pecados por la caridad, no nos amamos con un amor tan perfecto que nos compadezcamos por caridad de todo el dolor que padece uno de nosotros? Una mano u otro miembro arrancado del cuerpo no siente nada; así es el cristiano que no sufre la desgracia, el desamparo o hasta la muerte de otro.

Existe, pues, una misericordia terrena y humana, otra celestial y divina. ¿Cuál es la misericordia humana? La que consiste en atender a las miserias de los pobres. ¿Cuál es la misericordia divina? Sin duda, la que consiste en el perdón de los pecados… Dios, en este mundo, padece frío y hambre en la persona de todos los pobres, como dijo él mismo (Mt 25,40)…

Si estamos atentos, hermanos, el hecho de que Cristo tenga hambre en los pobres nos es provechoso… Mira: un céntimo por un lado y el Reino por el otro. ¿Es que hay alguna comparación? Das un céntimo a un pobre y de Cristo recibes el Reino; das un pedazo de pan y de Cristo recibes la vida eterna; das un vestido, y de Cristo recibes el perdón de tus pecados.

No despreciemos a los pobres, sino más bien deseémoslos y apresurémonos para avanzarnos a ellos, porque la miseria de los pobres es la medicina para los ricos, tal como el mismo Señor lo dijo: «Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo», y también: «Vended lo que poseéis y dadlo como limosna» (Lc 11,41; 12, 33). Y el Espíritu Santo clama por la voz del profeta: «El agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados.» (Si 3,30)… Tengamos, pues, misericordia, hermanos, y con la ayuda de Cristo mantengamos unido el lazo que garantiza; sobre todo lo que os he recordado, cuando dice: «Dad y se os dará» (Lc 6,38) y también: «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).

¿Cómo somos nosotros, que, cuando Dios nos da, queremos recibir y, cuando nos pide, no le queremos dar? Porque, cuando un pobre pasa hambre, es Cristo quien pasa necesidad, como dijo él mismo: Tuve hambre, y no me disteis de comer. No apartes, pues, tu mirada de la miseria de los pobres, si quieres esperar confiado el perdón de los pecados… y lo que reciba aquí en la tierra lo devolverá luego en el cielo.

Que cada uno se afane a no venir a la iglesia con las manos vacías: el que desee recibir debe, en efecto, ofrecer alguna cosa. Que el que pueda proporcione un vestido nuevo a un pobre; el que no pueda, que por lo menos le ofrezca uno viejo. Y el que no se siente capaz de ello, que le ofrezca un pedazo de pan, que acoja a un viajero, que le prepare un lecho, que le lave los pies, para merecer que Cristo le diga: «Venid, benditos, tomad posesión del Reino; porque tuve hambre y me disteis de comer; fui extranjero y me habéis acogido.» Nadie, hermanos queridos, se podrá excusar de no haber hecho limosna, puesto que Cristo prometió que no quedaría sin recompensa un vaso de agua fresca (Mt 10,42).

Os pregunto, hermanos, ¿qué es lo que queréis o buscáis cuando venís a la iglesia? Ciertamente la misericordia. Practicad, pues, la misericordia terrena, y recibiréis la misericordia celestial. El pobre te pide a ti, y tú le pides a Dios; aquél un bocado, tú la vida eterna… Por esto, cuando vengáis a la iglesia, dad a los pobres la limosna que podéis, según vuestras posibilidades.

Gregorio Nacianceno

Sermón: ¿Hay peor pecado que no tener caridad?

«Conmigo lo hicisteis» (Mt 25,45)
sobre el amor a los pobres 27, 28, 39-40: PG 35, 891ss

¿Te imaginas que la caridad no es obligatoria sino libre, que no fuera una ley sino simplemente un consejo? También lo quisiera yo y lo pensaría con gusto. Pero la mano izquierda de Dios me espanta, allí donde ha colocado los cabritos para dirigirles sus reproches, no porque hayan robado, extorsionado, cometido adulterio o perpetrado otros delitos de este orden, sino porque no han honrado a Cristo en la persona de sus pobres.

Si me queréis creer, vosotros, siervos de Cristo, hermanos suyos y coherederos con él, mientras no sea tarde, ¡visitemos a Cristo, sirvamos a Cristo, alimentemos a Cristo, honremos a Cristo, no tanto ofreciéndole una comida como hacen algunos, o el perfume como María Magdalena, o una sepultura como José de Arimatea, o Nicodemo, u oro, incienso y mirra, como los Magos.

«Misericordia quiero y no sacrificios.» (Mt 9,13) Esto es lo que quiere el Señor del universo, la compasión antes que miles de corderos cebados. Presentémosle la misericordia por manos de los abatidos por la miseria, y el día de nuestra muerte nos «recibirán en las moradas eternas» (Lc 16,9), en Cristo mismo, Nuestro Señor, a quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos.

Hipólito de Roma

Sobre el fin del mundo: La miseria de los pobres es la medicina para los ricos

«Venid, benditos de mi Padre» (Mt 25,45)
41-43: GCS I, 2, 305-307

“Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.Venid, vosotros que habéis amado a los pobres y a los extranjeros. Venid, vosotros que habéis permanecido fieles a mi amor, porque yo soy el amor. Venid, vosotros los pacíficos porque yo soy la paz. Venid todos, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”

No habéis rendido homenaje a la riqueza sino que habéis dado limosna a los pobres. Habéis sostenido a los huérfanos, ayudado a las viudas, habéis dado de beber a los que tenían sed y de comer a los que tenían hambre. Habéis acogido a los extranjeros, vestido al que estaba desnudo, habéis visitado al enfermo, consolado a los presos, acompañado a los ciegos. Habéis guardado intacto el sello de la fe y os habéis reunido con la comunidad en las iglesias. Habéis escuchado mis Escrituras deseando mi Palabra. Habéis observado mi ley día y noche (Sal 1,2) y habéis participado en mis sufrimientos como soldados valientes para encontrar gracia ante mí, vuestro rey del cielo. «Venid, tomad en posesión el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.» He aquí que mi reino está preparado y mi cielo está abierto. He aquí que mi inmortalidad se manifiesta en toda su belleza. Venid todos, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. 

Entonces los justos se sorprenderán de que se les invite a acercarse como amigos – Oh maravilla – donde las tropas angélicas no pueden tener una visión clara. Ellos responden con voz potente: « Señor ¿cuándo te hemos visto? ¿Cuándo has tenido hambre y te hemos alimentado? Maestro ¿Cuándo has tenido sed y te hemos dado de beber? ¿Cuándo has estado desnudo y te hemos vestido tú que nos has salvado? Tú, el inmortal, ¿Cuándo te hemos visto extranjero y te hemos acogido? Tú que amas a los hombres ¿cuándo te hemos visto enfermo o en la cárcel y te hemos visitado? Tú eres el Eterno. Con el Padre tú estás desde el principio y tú eres coeterno con el Espíritu. Eres Tú quien lo creaste todo de la nada, Tú el rey de los ángeles, Tú al que temen los abismos. Tú tienes por manto la luz (Sal 103,2). Eres Tú quien nos ha hecho y modelado de la tierra (Gn 2,7) Tú quien has creado los seres invisibles. Toda la tierra salió de tu rostro ( Ap 20,11). ¿Cómo hemos acogido nosotros tu reino y tu soberanía?.

Entonces el Rey de reyes les responderá: « Cada vez que lo habéis hecho a uno de estos pequeños que son mis hermanos, es a mí a quien se lo habéis hecho. Cada vez que habéis acogido y vestido a estos pobres que he mencionado y que les habéis dado de comer y de beber a estos que son mis miembros( 1Co 12,12), es a mí a quién se lo habéis hecho. Por lo tanto, venid, tomad en posesión el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. He aquí que mi reino está preparado y mi cielo está abierto. He aquí que mi inmortalidad se manifiesta en toda su belleza. ¿Qué lengua podrá describir tales beneficios? « Nadie lo ha visto con sus ojos ni escuchado con sus oídos, ni el corazón del hombre puede imaginar lo que está preparado para aquellos que aman a Dios» (1Co 2,9).

Gregorio de Nisa

Homilías: No desprecies a los pobres como si fuesen de ningún valor

«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40)
Hom. 1 sobre el amor a los pobres : PG 46, 459-462
PG

No desprecies a los pobres que arrastran su miseria como si fuesen de ningún valor. Considera quiénes son y reconocerás su dignidad: son la presencialización del Salvador. En efecto, Cristo, en su bondad, les ha transferido su propia persona para que, a semejanza de los soldados que, frente al enemigo que ataca, blanden, cual escudo, las insignias reales, a fin de que a la vista de la efigie del soberano, se quebrante y refrene el ímpetu de los asaltantes, así también los pobres puedan, gracias a la representación de Cristo que ostentan, doblegar, calmar y apiadar a cuantos ignoran la compasión o aborrecen francamente a los pobres.

Ellos son los administradores de los bienes que también nosotros esperamos; los porteros del reino de los cielos, que abren las puertas a los buenos y compasivos, y la cierran a los malos e inhumanos; ellos son también unos severos fiscales y unos magníficos abogados. Pero acusan o defienden, no con discursos, sino con sola su presencia, al comparecer ante el juez. Gritan lo que se ha hecho contra ellos y lo proclaman con mayor claridad, exactitud y eficacia que cualquier pregonero, en presencia de quien escudriña los corazones y conoce todos los pensamientos de los hombres y lee los movimientos secretos del alma. Por causa de ellos se nos describe con todo lujo de detalles aquel tremendo juicio, del que a menudo habéis oído hablar.

Veo, en efecto, allí al Hijo del hombre venir del cielo, avanzando sobre los aires como si caminase sobre la tierra, escoltado de miríadas de ángeles. Veo a continuación el trono de la gloria, erigido en un lugar excelso, y, sentado en él, al Rey. Veo entonces que todas las familias humanas, los pueblos y las naciones que pasaron por esta vida, que respiraron este aire y contemplaron la luz de este sol, están alineados ante el tribunal, divididos en dos grupos.

Oigo que a los situados a la derecha se les llama corderos y a los situados a la izquierda se los denomina cabritos, nombres que responden a la categoría moral de cada grupo. Oigo al Rey que los interroga y anota sus justificaciones. Oigo lo que ellos responden al Rey. Advierto, finalmente, que cada uno es adornado según sus méritos. A los que fueron buenos y compasivos y llevaron una vida intachable, se les premia con el descanso eterno en el reino de los cielos, en cambio, a los inhumanos, y a los malvados, se les condena al suplicio del fuego, y del fuego eterno. Como sabéis, todas estas cosas se explican en el evangelio con toda diligencia.

Me inclino a creer que esta descripción tan detallada de aquel juicio, que parece un cuadro pintado al vivo, no tiene otra finalidad que inculcarnos la beneficiencia e inducirnos a practicar la benevolencia. En ella va facturada la vida. Ella es la madre de los pobres, la maestra de los ricos, la bondadosa nodriza de sus pupilos, la protectora de los ancianos, la despensa de los necesitados, el puerto común de los miserables, la que se cuida de todas las edades, la que atiende en todas las aflicciones y calamidades.

Capítulos teológicos, gnósticos y prácticos: El amor de Cristo nos apremia

«Es a mí a quien lo habéis hecho» (Mt 25,45)
nn. 92-93

Si alguien da una limosna a noventa y nueve pobres, y después injuria, maltrata o envía con las manos vacías al único que queda ¿sobre quién cae ese trato sino sobre aquél que dice, no cesa de decir y dirá un día: «Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis»?… En efecto, está en todos esos pobres aquél que es alimentado por nosotros en cada uno de los más pequeños. De la misma manera, si alguno da a todos lo necesario para hoy, y mañana, pudiéndolo hacer, no se acuerda de sus hermanos y les deja morir de hambre, de sed y de frío, es como si hubiera dejado morir y despreciado a aquél que dijo: «Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis»…

Si Cristo se ha dignado tomar el rostro de cada pobre, si se ha identificado con todos los pobres, es para que ninguno de los que creen en él se eleve por encima de su hermano…, sino que lo acoja como a Cristo que ha derramado toda su sangre por nuestra salvación… Es posible que todo esto parezca penoso a muchos y les parezca razonable decirse: «¿Quién puede hacer todo esto, cuidar y alimentar a todos los que tienen necesidad y no olvidar a nadie?». Pero que escuchen a San Pablo que declara: «Nos apremia el amor el Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron» (2Co 5,14).

Cesareo de Arlés

Sermón: Presencia de Cristo en el pobre

«Venid, benditos de mi Padre, y recibid la herencia del reino» (Mt 25,34)
26,5: SC 243, 89ss

Cristo, la misericordia celestial, viene cada día a la puerta de tu casa: no sólo espiritualmente a la puerta de tu alma, sino materialmente a la puerta de tu casa. Porque, cada vez que un pobre se acerca a tu casa, sin duda alguna se acerca Cristo en él, porque él dijo: «Cada vez que lo habéis hecho a uno de estos pequeños, me lo hacíais a mí.» (Mt 25,40) No endurezcas el corazón, da un poco de dinero a Cristo del que esperar heredar el reino. Da un trozo de pan a aquel de quien esperar te dé la vida. Acoge al pobre en tu casa para que él te reciba en el paraíso. Dale alguna limosna a quien te puede dar la vida eterna.

¡Qué audacia querer reinar en el cielo con aquel a quien tú negaste tu limosna en este mundo! Si lo recibe durante el viaje terreno, él te acogerá en la felicidad eterna. Si tú lo desprecias aquí en tu patria de la tierra, él retirará su mirada sobre ti en la gloria. Un salmo dice: «cuando te alzas, desprecias su imagen.» (Sal 73,20) Si despreciamos en esta vida a aquellos que son imagen de Dios (Gn 1,26) hemos de temer ser rechazados en la eternidad. ¡Tened, pues, misericordia en esta vida!… Gracias a vuestra generosidad, escucharéis aquella palabra feliz: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino.» (Mt 25,34)

Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n- 48-49

Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5, 15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Co 5, 9) y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf, Ef 6, 11-13). Y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer «ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal» (2 Co 5, 10); y al fin del mundo «saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación» (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46). Teniendo, pues, por cierto que «los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros» (Rm 8, 18; cf. 2 Tm 2, 11- 12), con fe firme aguardamos «la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit 2, 13), «quien transfigurará nuestro abyecto cuerpo en cuerpo glorioso semejante al suyo» (Flp 3, 12) y vendrá «para ser glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (2 Ts 1,10).

49. Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf.Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26-27), de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando «claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es»

Beata Teresa de Calcuta

Escritos: El otro es Cristo

Jesús, la palabra hablada, c. 8

«Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,45)

Jesús dice: “Cualquier cosa que hagáis al último de vuestros hermanos, es a mí a quien me lo hacéis. Cuando acogéis a un niño, es a mí a quien me acogéis. Si en mi nombre ofrecéis un vaso de agua, es a mí a quien me lo ofrecéis” (Mc 9,37; Mt 10,42). Con el fin de estar seguro de que habíamos comprendido bien lo que decía, afirmó que así es como seríamos juzgados a la hora de nuestra muerte: ” Tuve hambre, y me distéis de comer. Estaba desnudo, y me vestisteis. No tenía hogar, y me alojasteis”.

No es simplemente hambre de pan de la que se trata; es de un hambre de amor. La desnudez no concierne sólo al vestido; la desnudez es también la falta de dignidad humana y de esta magnífica virtud como es la pureza, así como la falta de respeto unos hacia otros. Estar sin hogar, no es sólo no tener casa; estar sin hogar, también es ser rechazado, excluido, no amado.

Catequesis, Audiencia general, 19-04-1989

8. Cristo es el Señor de la vida eterna. A Él pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria… Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre. recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’” (Mt 25, 31. 34).

El derecho pleno de juzgar definitivamente las obras dé los hombres y las conciencias humanas. pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El, en efecto, “adquirió” este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre “todo juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22). Sin embargo el Hijo no ha venido sobre todo para juzgar, sino para saldar. Para otorgar la vida divina que está en Él. “Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27).

Un poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su corazón desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre “propter nos homines et propter nostram salutem”. Cristo crucificado y resucitado, Cristo que “subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre”. Cristo que es, por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria, pero deseoso de recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna.

Catequesis, Audiencia general, 30-09-1987

3. El poder divino de juzgar a todos y a cada uno pertenece al Hijo del hombre. El texto clásico en el Evangelio de Mateo (25, 31-46) pone de relieve en especial el hecho de que Cristo ejerce este poder no sólo como Dios-Hijo, sino también como Hombre. Lo ejerce —y pronuncia las sentencias— en nombre de la solidaridad con todo hombre, que recibe de los otros el bien o el mal: “Tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 35), o bien: “Tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25, 42). Una “materia” fundamental del juicio son las obras de caridad con relación al hombre-prójimo. Cristo se identifica precisamente con este prójimo: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40); “Cuando dejasteis de hacer eso…, conmigo dejasteis de hacerlo” (Mt 25, 45).

Según este texto de Mateo, cada uno será juzgado sobre todo por el amor. Pero no hay duda de que los hombres serán juzgados también por su fe: “A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará delante de los ángeles de Dios” (Lc 12, 8); “Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su gloria y en la del Padre” (Lc 9, 26; cf. también Mc 8, 38).

4. Así, pues, del Evangelio aprendemos esta verdad —que es una de las verdades fundamentales de fe—, es decir, que Dios es juez de todos los hombres de modo definitivo y universal y que este poder lo ha entregado el Padre al Hijo (cf. Jn 5, 22) en estrecha relación con su misión de salvación. Lo atestiguan de modo muy elocuente las palabras que Jesús pronunció durante el coloquio nocturno con Nicodemo: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él” (Jn 3, 17).

Si es verdad que Cristo, como nos resulta especialmente de los Sinópticos, es juez en el sentido escatológico, es igualmente verdad que el poder divino de juzgar está conectado con la voluntad salvífica de Dios que se manifiesta en la entera misión mesiánica de Cristo, como lo subraya especialmente Juan: “Yo he venido al mundo para un juicio, para que los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos” (Jn 9, 39). “Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo” (Jn 12, 47).

5. Sin duda Cristo es y se presenta sobre todo como Salvador. No considera su misión juzgar a los hombres según principios solamente humanos (cf. Jn 8, 15). Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables. “No penséis que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que os acusará, Moisés…, pues de mí escribió él” (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús responde: “El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).

6. Por tanto, hay que decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, en cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva en la palabra y en la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más profundo, por así decir, en el criterio central del juicio sobre las obras y conciencias humanas. Sobre todo en este sentido “el Padre… ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22), ofreciendo en Él a todo hombre la posibilidad de salvación.

7. Por desgracia, en este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la posibilidad que se le ofrece: “el que cree en Él no es juzgado; el que no cree, ya está juzgado” (Jn 3, 18). No creer quiere decir precisamente: rechazar la salvación ofrecida al hombre en Cristo (“no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios”: ib.). Es la misma verdad a la que se alude en la profecía del anciano Simeón, que aparece en el Evangelio de Lucas cuando anunciaba que Cristo “está para caída y levantamiento de muchos en Israel” (Lc 2, 34). Lo mismo se puede decir de a alusión a la “piedra que reprobaron los edificadores” (cf. Lc 20, 17-18).

8. Pero es verdad de fe que “el Padre… ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22). Ahora bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que Él —el Hijo del hombre— es verdadero Dios, porque sólo a Dios pertenece el juicio y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una nueva revelación del Dios de la Alianza, que viene a los hombres como Emmanuel, para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación cristiana del Dios que es Amor.

Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de Dios, visto sólo como fría justicia, o incluso como venganza. En realidad, dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como el último anillo del amor de Dios. Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El juicio que el Padre confía a Cristo es según la medida del amor del Padre y de nuestra libertad.

Francisco, papa

Catequesis, Audiencia general, 11-12-2013

Hoy quisiera iniciar la última serie de catequesis sobre nuestra profesión de fe, tratando la afirmación «Creo en la vida eterna». En especial me detengo en el juicio final. No debemos tener miedo: escuchemos lo que nos dice la Palabra de Dios. Al respecto, leemos en el Evangelio de Mateo: Entonces «cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él… serán reunidas ante Él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda… Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna» (Mt 25, 31-33.46). Cuando pensamos en el regreso de Cristo y en su juicio final, que manifestará, hasta sus últimas consecuencias, el bien que cada uno habrá realizado o habrá omitido realizar durante su vida terrena, percibimos encontrarnos ante un misterio que nos sobrepasa, que no logramos ni siquiera imaginar. Un misterio que casi instintivamente suscita en nosotros un sentido de temor, y tal vez también de ansia. Sin embargo, si reflexionamos bien sobre esta realidad, ella ensancha el corazón de un cristiano y constituye un gran motivo de consolación y de confianza.

Al respecto, el testimonio de las primeras comunidades cristianas resuena más sugestivo que nunca. Las mismas, en efecto, acompañaban las celebraciones y las oraciones con la aclamación Maranathà, una expresión formada por dos palabras arameas que, según como se silabeen, se pueden entender como una súplica: «¡Ven, Señor!», o bien como una certeza alimentada por la fe: «Sí, el Señor viene, el Señor está cerca». Es la exclamación en la que culmina toda la Revelación cristiana, al término de la maravillosa contemplación que nos ofrece el Apocalipsis de Juan (cf. Ap 22, 20). En ese caso, es la Iglesia-esposa que, en nombre de toda la humanidad y como primicia, se dirige a Cristo, su esposo, no viendo la hora de ser envuelta por su abrazo: el abrazo de Jesús, que es plenitud de vida y plenitud de amor. Así nos abraza Jesús. Si pensamos en el juicio en esta perspectiva, todo miedo y vacilación disminuye y deja espacio a la espera y a una profunda alegría: será precisamente el momento en el que finalmente seremos juzgados dispuestos para ser revestidos de la gloria de Cristo, como con un vestido nupcial, y ser conducidos al banquete, imagen de la plena y definitiva comunión con Dios.

Un segundo motivo de confianza nos lo da la constatación de que, en el momento del juicio, no estaremos solos. Jesús mismo, en el Evangelio de Mateo, anuncia cómo, al final de los tiempos, quienes le hayan seguido tendrán sitio en su gloria, para juzgar juntamente con Él (cf. Mt 19, 28). El apóstol Pablo, luego, al escribir a la comunidad de Corinto, afirma: «¿Habéis olvidado que los santos juzgarán el universo? (…) Cuánto más, asuntos de la vida cotidiana» (1 Cor 6, 2-3). Qué hermoso es saber que en esa circunstancia, además de Cristo, nuestro Paráclito, nuestro Abogado ante el Padre (cf. 1 Jn 2, 1), podremos contar con la intercesión y la benevolencia de muchos hermanos y hermanas nuestros más grandes que nos precedieron en el camino de la fe, que ofrecieron su vida por nosotros y siguen amándonos de modo indescriptible. Los santos ya viven en presencia de Dios, en el esplendor de su gloria intercediendo por nosotros que aún vivimos en la tierra. ¡Cuánto consuelo suscita en nuestro corazón esta certeza! La Iglesia es verdaderamente una madre y, como una mamá, busca el bien de sus hijos, sobre todo de los más alejados y afligidos, hasta que no encuentre su plenitud en el cuerpo glorioso de Cristo con todos sus miembros.

Una ulterior sugestión nos llega del Evangelio de Juan, donde se afirma explícitamente que «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios» (Jn 3, 17-18). Entonces, esto significa que el juicio final ya está en acción, comienza ahora en el curso de nuestra existencia. Tal juicio se pronuncia en cada instante de la vida, como confirmación de nuestra acogida con fe de la salvación presente y operante en Cristo, o bien de nuestra incredulidad, con la consiguiente cerrazón en nosotros mismos. Pero si nos cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos quienes nos condenamos. La salvación es abrirse a Jesús, y Él nos salva. Si somos pecadores —y lo somos todos— le pedimos perdón; y si vamos a Él con ganas de ser buenos, el Señor nos perdona. Pero para ello debemos abrirnos al amor de Jesús, que es más fuerte que todas las demás cosas. El amor de Jesús es grande, el amor de Jesús es misericordioso, el amor de Jesús perdona. Pero tú debes abrirte, y abrirse significa arrepentirse, acusarse de las cosas que no son buenas y que hemos hecho. El Señor Jesús se entregó y sigue entregándose a nosotros para colmarnos de toda la misericordia y la gracia del Padre. Por lo tanto, podemos convertirnos, en cierto sentido, en jueces de nosotros mismos, autocondenándonos a la exclusión de la comunión con Dios y con los hermanos. No nos cansemos, por lo tanto, de vigilar sobre nuestros pensamientos y nuestras actitudes, para pregustar ya desde ahora el calor y el esplendor del rostro de Dios —y estó será bellísimo—, que en la vida eterna contemplaremos en toda su plenitud. Adelante, pensando en este juicio que comienza ahora, ya ha comenzado. Adelante, haciendo que nuestro corazón se abra a Jesús y a su salvación; adelante sin miedo, porque el amor de Jesús es más grande y si nosotros pedimos perdón por nuestros pecados Él nos perdona. Jesús es así. Adelante, entonces, con esta certeza, que nos conducirá a la gloria del cielo.

San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 79,1-2

31a. Escuchemos esta parte sublime del discurso con la mayor compunción, grabándola profundamente en nuestra alma, pues es el mismo Jesucristo quien lo profiere del modo más terrible y claro. No dice como en las parábolas anteriores: el reino de los cielos es semejante, sino que manifestándose y revelando su propia persona dice: “Cuando viniere el Hijo del hombre en su majestad”.

31b. Concurrirán todos los ángeles para dar testimonio ellos mismos del ministerio que ejercieron por orden de Dios para la salvación de los hombres.

32. A éstos llama cabritos, pero a los otros ovejas, para demostrar la inutilidad de aquéllos pues de nada aprovechan, y la utilidad de éstas, porque es mucho el fruto que de las ovejas se saca, como la lana, la leche y los corderillos que nacen. La Sagrada Escritura suele designar la sencillez y la inocencia con el nombre de oveja. Bellamente, pues, se designan aquí los elegidos con este nombre.

33. Después los separa hasta de lugar, pues sigue: “Y colocará a las ovejas a la derecha, y los cabritos a la izquierda”.

34. Observa que no dijo: recibid, sino poseed, o por mejor decir, heredad; como bienes familiares, o más bien paternos, como bienes vuestros que se os deben desde hace mucho tiempo, por esto se dice: El reino que os está preparado desde el establecimiento del mundo.

35-36. Y por qué méritos los escogidos reciben los bienes del reino celestial, lo manifiesta cuando añade: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer”.

40. Mas si son sus hermanos, ¿por qué los llama pequeñitos? Por lo mismo que son humildes, pobres y abyectos. Y no entiende por éstos tan sólo a los monjes que se retiraron a los montes, sino que también a cada fiel aunque fuere secular; y, si tuviere hambre, u otra cosa de esta índole, quiere que goce de los cuidados de la misericordia: porque el bautismo y la comunicación de los misterios le hacen hermano.

42-43. Y mira cómo abandonaron la misericordia no en un sólo concepto, sino en todos. Porque no tan sólo no dieron de comer al hambriento, sino que (lo que era menos penoso) tampoco visitaron al enfermo. Y observa de qué manera añade las cosas más soportables, porque no dijo: Estaba en la cárcel y no me sacasteis; enfermo y no me curasteis; sino dice, no me visitasteis, y no vinisteis a mi casa. Además, cuando tiene hambre no pide una mesa espléndida, sino la comida necesaria. Todas estas cosas, por tanto, bastan para sufrir la pena. Primero, la facilidad en dar lo que se pide (pues era pan); segundo, la miseria del que pedía (pues era pobre); tercero, la compasión de la naturaleza (pues era hombre); cuarto, el deseo de alcanzar lo que se prometía (pues prometía el reino); quinto, la dignidad del que recibía (pues era Dios el que recibía por medio de los pobres); sexto, la superabundancia del honor (porque se dignó recibir de mano de los hombres); séptimo, lo justo que era dar (pues recibía de nosotros lo que es suyo): mas los hombres ante todas estas cosas son cegados por la avaricia.

44. Mas reprochados por las palabras del juez, hablan con mansedumbre, pues continúa: “Entonces ellos también le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y no te alimentamos, sediento?”, etc.

San Agustín, de civitate Dei, 19-21

31b. Bajará, pues, con los ángeles, que convocó de las alturas para celebrar el juicio, por lo que dice: Y todos sus ángeles con El.

32. Esta reunión se verificará por ministerio de los ángeles, a quienes se dice en el salmo: “Congregad al Señor todos sus Santos” (Sal 49,5).

34. Hecha excepción de aquel reino del cual, en el juicio final, se ha de decir: Poseed el reino que os está preparado, también la Iglesia presente, aunque de una manera más impropia, es llamada su reino, en el que aun se lucha con el enemigo, hasta que se llegue a aquel pacificadísimo reino en donde se reinará sin enemigos.

41b. De aquí se colige que será uno mismo el fuego destinado para suplicio de los hombres y de los demonios. Y si será dañoso al tacto corporal, para que por él puedan ser atormentados los cuerpos, ¿de qué manera podrá contenerse en él la pena de los espíritus malignos, salvo que los demonios tengan ciertos cuerpos, formados del aire denso y húmedo, como algunos han opinado? Mas si alguno afirma que los demonios no tienen cuerpos, no se ha de entablar disputa acerca de este asunto discutible: pues ¿por qué no diremos -con términos que, aunque maravillosos, son sin embargo razonables- que los espíritus incorpóreos pueden ser afligidos con la pena del fuego corporal? Si las almas de los hombres -aun siendo enteramente incorpóreas- podrán ser encerradas ahora en los miembros corporales y también entonces ser sujetos indisolublemente a los vínculos de sus cuerpos, se adherirán, por consiguiente, los demonios (aunque incorpóreos) a los fuegos corporales para ser atormentados, recibiendo la pena de los fuegos, mas no dando la vida a los fuegos. Y aquel fuego será corporal, y atormentará a los cuerpos de los hombres juntamente con sus espíritus; pero los espíritus de los demonios sin cuerpo.

46. Aquí, pues, se trata del último juicio, cuando Jesucristo ha de venir del cielo con el fin de juzgar a los vivos y a los muertos. Llamamos último a este día del juicio divino, esto es, último tiempo, pues es incierto por cuántos días se alargará dicho juicio; según costumbre de las Escrituras Santas, el día suele ponerse en lugar del período. Por lo mismo, pues, decimos el último juicio o novísimo, porque juzga ahora, y juzgó desde el principio del género humano, separando a los primeros hombres del árbol de la vida (Gén 3,24) y no perdonando a los ángeles que pecaron (2Pe 2,4). Y en aquel juicio final serán juzgados a un mismo tiempo los hombres y los ángeles, porque por el poder divino se hará que a cada uno se le representen en su memoria todas sus obras (ya buenas, ya malas); y que sean vistas con admirable celeridad por la vista de la mente, a fin de que el entendimiento acuse o excuse a la conciencia.

La vida eterna es, pues, nuestro sumo bien, y el fin de la ciudad de Dios. De este fin dice el Apóstol: “Y por fin la vida eterna” (Rom 6,22). Y además, como quiera que aquéllos que no están muy versados en las Escrituras Santas pueden tomar la vida eterna por la vida de los malos, a causa de la inmortalidad del alma, o a causa de las penas interminables de los impíos: verdaderamente se ha de decir que el fin de esta ciudad en la cual se tendrá el sumo bien para que todos puedan entenderlo es o la paz en la vida eterna, o la vida eterna en la paz.

Ninguna ley justa exige que sea igual la duración del tiempo de la pena al de la culpa, pues no hay quien haya querido sostener que la pena del homicida o del adúltero deba durar tan poco como duraron estas faltas. Cuando por algún gran crimen es condenado alguno a muerte, ¿acaso toman en consideración las leyes el tiempo que dura el suplicio; y no la necesidad de quitarle para siempre de la sociedad de los vivos? Los azotes, la deshonra, el destierro, la esclavitud que frecuentemente se imponen sin remisión alguna, ¿no se parece en esta vida, en la forma, a las penas eternas? Y eso que no pueden ser eternas, porque ni la misma vida durante la cual se imponen es eterna. Pero se dice: ¿Cómo, pues, puede ser verdad lo que dice Jesucristo: “Con la misma medida que midiereis seréis medidos”, si el pecado temporal es castigado con pena eterna? Pero no se considera que la medida de la pena se entiende, no por la igual duración del tiempo, sino por la reciprocidad del mal, esto es, que el que mal hizo mal padezca; hízose digno de la pena eterna, el hombre que aniquiló en sí el bien que pudiera ser eterno.

Pero dirán que de todos los cuerpos creados por Dios, no hay ninguno que pueda padecer y no pueda morir. Es, pues, necesario que viva sufriendo, y no es necesario que muera de dolor. Porque no cualquier dolor mata a estos cuerpos mortales; para que un dolor pueda matar es necesario que sea de tal naturaleza, que estando íntimamente unida el alma a este cuerpo, cediendo a acerbos dolores, salga de él. Entonces, el alma se une a tal cuerpo con un lazo tan íntimo que ningún dolor podrá romperlo; y no se extinguirá la muerte, sino que será muerte sempiterna, cuando el alma no podrá vivir sin Dios, ni librarse de los dolores del cuerpo muriendo. Entre los que negaron semejante eterno suplicio el más misericordioso fue Orígenes, que incurrió en el error de que después de largos y crueles suplicios serían libertados hasta el mismo diablo y sus ángeles, y asociados a los ángeles santos. Pero la Iglesia no sin razón lo condenó no sólo por éste, sino por muchos otros errores, y le abandonó a esta ilusión de falsa misericordia que le había hecho inventar en los santos verdaderas miserias, para evitar los futuros castigos y falsas bienaventuranzas, en las que no gozaran con seguridad de la eterna dicha. También yerran en diversos sentidos otros llevados de un sentimiento de compasión puramente humano, que suponen que después de sufrir temporalmente aquellas penas serán tarde o temprano libertados de ellas en el último juicio. ¿Por qué, pues, tanta misericordia con toda la naturaleza humana, y ninguna con la angélica?

También hay algunos que no prometen a todos los hombres la redención del suplicio eterno, sino tan sólo a aquéllos que están lavados con el bautismo de Cristo y que han participado de su cuerpo, de cualquier modo que hayan vivido. Por aquello que dice el Señor por San Juan: “Si alguno comiere de este pan no morirá eternamente” (Jn 6,51). Asimismo otros no hacen la misma promesa a todos los que participan del sacramento de Cristo sino solamente a los católicos (aunque vivan mal), y que no solamente hayan participado del cuerpo de Cristo, sino que de hecho hayan formado parte de su cuerpo, que es la Iglesia, a pesar de que después hayan incurrido en alguna herejía o idolatría. No falta quien teniendo fijos los ojos en aquellas palabras de San Mateo: “El que perseverare hasta el fin, ésta será salvo” (Mt 24,3); promete tan sólo a los que perseveran en la Iglesia católica (aunque vivan mal), que por el mérito del fundamento, es decir, de la fe, se salvarán por el fuego con que en el último juicio serán castigados los malos. Pero todo esto lo refuta el Apóstol diciendo: “Evidentes son las obras de la carne, que son la impureza, la fornicación y otras semejantes: yo os predico que todos los que tal hacen no poseerán el reino de Dios” (Gál 5,19-21). Si, pues, alguno prefiere en su corazón las cosas temporales a Cristo, aunque parezca que tiene la fe de Cristo, sin embargo no es Cristo el fundamento en quien tales cosas antepone. Y con mayor razón, si comete pecados, queda convicto de que no sólo no prefiere a Dios, sino que le pospone. He hallado algunos que piensan que tan solamente arderán en el fuego eterno los que descuidan el compensar con dignas limosnas sus pecados y por eso sostienen que el juez en su sentencia no ha querido hacer mención de otra cosa, que de si han hecho o no limosnas. Pero el que dignamente hace limosna por sus pecados, empieza primero a hacerla para sí mismo: pues es indigno que no la haga para sí, el que la hace para el prójimo, y no oiga la voz de Dios que dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y asimismo en el Eclesiástico “Compadécete de tu alma agradando a Dios” (Eclo 30,24). No haciendo esta limosna por su alma, esto es, la de agradar a Dios, ¿cómo puede decirse que hace limosnas suficientes por sus pecados? Por esta razón se han de hacer las limosnas para que seamos oídos cuando pedimos perdón por los pecados pasados, y no creamos que con ellas compramos el permiso de perseverar obrando mal. Por esto, pues, el Señor predijo que colocaría a su derecha a los que hicieron limosnas y a la izquierda a los que no las hicieron; para demostrar cuánto vale la limosna para borrar los pecados pasados; no para continuar pecando impunemente.

San Agustín, varios escritos

31a. En forma humana, pues, le verán los impíos y los justos; porque en el juicio aparecerá con la misma forma que tomó de nosotros; pero después será visto en la forma divina que todos los fieles ansían (in Ioannem, 21).

31b. Con el nombre de ángeles designó también a los hombres, que juzgarán con Cristo, pues siendo los ángeles nuncios, como a tales consideramos también a todos los que predicaron a los hombres su salvación (sermones, 351,8).

34. Pero dirá alguno: Yo no quiero reinar, me basta salvarme. En eso se engaña, primero, porque no hay salvación alguna para aquéllos cuya iniquidad persevera; además si hay alguna diferencia entre los que reinan y los que no reinan, conviene que todos estén en un mismo reino, para que no sean considerados como enemigos o de otro orden distinto y perezcan mientras los otros reinan. Pues todos los romanos poseen el reino romano, aunque no todos reinan en él (sermones, 351,8).

46. Algunos se engañan a sí mismos diciendo que el expresado fuego eterno no es la pena eterna: previendo esto el Señor, concluyó su sentencia diciendo así: E irán éstos al suplicio eterno y los justos a la vida eterna (de fide et operibus c. 25).

Pues lo que dijo el Señor a su siervo Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14), lo veremos cuando vivamos para siempre: y así lo dice el Señor: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti Dios verdadero” (Jn 17,3). Porque esta visión nos promete el fin de todas las acciones, y la perfección eterna de todos los goces, de la cual dice San Juan: “Le veremos así como El es” (1Jn 3,2) (de Trinitate, 1,8).

Orígenes, homilia 34 in Matthaeum

31. Volverá con gloria para que su cuerpo aparezca transfigurado como lo fue en el monte. Su asiento debe entenderse lo más perfecto de los Santos de quienes está escrito: “Porque allí se colocaron los tronos para el juicio” (Sal 121,5); o ciertas virtudes angélicas, de las que se dice: Sean Tronos o Dominaciones (Col 1,16), etc.

32. No entendamos que serán reunidos ante El en un local todos los pueblos porque ya no estarán dispersos por muchos y falsos dogmas sobre El. Se hará patente la Divinidad de Cristo, para que no sólo ninguno de los justos, sino ninguno de los pecadores lo ignoren. Ya no aparecerá el Hijo de Dios en un lugar y en otro no, sino como dio a entender El mismo con la comparación del relámpago. Mientras, pues, los malos no se conocen, ni conocen a Cristo, y los justos sólo lo ven como por espejo y enigma, no están separados los buenos de los malos. Pero cuando por la aparición del Hijo de Dios entraren todos en el conocimiento de sí mismos, entonces el Salvador separará a los buenos de los malos, por lo que sigue: “Y los separará unos de otros”, etc. Por cuanto los pecadores conocerán sus delitos y los justos verán patentes los frutos de su justicia que les acompañaron hasta el fin. Se llaman ovejas los que se salvan, por la mansedumbre con que aprendieron de Aquél que dijo: aprended de mí, que soy manso (Mt 11,29); y por cuanto estuvieron dispuestos hasta sufrir la muerte, imitando a Jesucristo, que como oveja fue llevado a la muerte (Is 53,7). Los malos, en cambio, son llamados cabritos, los que trepan los más ásperos peñascos y caminan por sus precipicios.

33-34. Los Santos, pues, que obraron obras derechas, recibieron en premio de sus obras derechas la derecha del Rey, en la cual está el descanso y la gloria. Pero los malos por sus obras pésimas y siniestras, cayeron en la siniestra, esto es, en la tristeza de los tormentos. Continúa: “Entonces dirá el Rey, etc”. Venid, para que, habiendo estado unidos perfectamente con Jesucristo, alcancen aun lo que más insignificante había sido para ellos; y añade: “Benditos de mi Padre”, para que se manifieste la grandeza de la bendición de ellos, pues con preferencia son benditos del Señor que hizo el cielo y la tierra (Sal 113,15).

37-39. Y a causa de su humildad se proclaman indignos de alabanza por sus buenas obras; no por haberse olvidado de aquello que hicieron, pues El mismo les muestra su compasión en los suyos. Por esto sigue diciendo: Entonces le responderán los justos: ¿Cuándo te vimos? etc.

41a. Así como había dicho a los justos, venid (Mt 25,34), así también dice a los inicuos, apartaos. Los que guardan los Mandamientos de Dios, están más próximos al Verbo y son llamados para que se aproximen todavía más. Pero están muy alejados de El (aunque parece que le asisten) los que no cumplen sus Mandamientos, por esto oyen, apartaos, para que los que al presente parecen estar en su presencia, después ni siquiera le vean. Y hay que advertir que a los escogidos se ha dicho: “Benditos de mi Padre” (Mt 25,34); mas no se dice ahora: malditos de mi Padre, porque el dispensador de la bendición es el Padre; mas el autor de la maldición es para sí mismo cada uno de los que han obrado cosas dignas de maldición. Los que se apartan de Jesús, caen en el fuego eterno, el cual es de distinta naturaleza del fuego de que hacemos uso: pues ningún fuego es eterno entre los hombres, y ni siquiera de mucha duración. Y ten presente que no dice que el reino está preparado, en verdad, para los ángeles, mas sí que el fuego eterno lo está para el diablo y para sus ángeles. Porque por lo que a El toca, no ha creado a los hombres para que se pierdan, pero los que pecan son los que se unen con el diablo, para que así como los que se salvan son comparados a los ángeles santos, de la misma manera sean comparados a los ángeles del diablo los que perecen.

41b. O tal vez aquel fuego tenga tal sustancia, que siendo invisible queme las cosas invisibles; a esto se refiere lo que dice el Apóstol: “Las cosas que se ven son temporales; mas las que no se ven son eternas” (2Cor 4,18). No te admires, pues, cuando oigas que el fuego es invisible y castigador, y cuando veas que el calor se aproxima y atormenta no poco interiormente a los cuerpos. Continúa: “Porque tuve hambre, y no me disteis, etc.” Se escribió a los fieles: “Vosotros sois cuerpo de Cristo” (1Cor 12,27). Luego así como el alma que habita en el cuerpo, aun cuando no tenga hambre respecto a su naturaleza espiritual, tiene necesidad, sin embargo, de tomar el alimento del cuerpo, porque está unida a su cuerpo, así también el Salvador, siendo El mismo impasible, padece todo lo que padece su cuerpo, que es la Iglesia. Y ten en consideración que, cuando habla a los justos, cuenta sus beneficios enumerándolos de uno en uno, mas cuando lo hace a los inicuos, abreviando la narración, juntó en una ambas palabras, diciendo: “Enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis”, etc. Porque propio era de la misericordia del Juez publicar con más encomio y ampliar las obras buenas de los hombres, y hacer mención transitoriamente y abreviar sus maldades.

44. Advierte que los justos se paran en cada una de las palabras; y los réprobos no lo hacen así en cada una, sino que pasan por ellas ligeramente: porque es propio de los justos, a causa de su humildad, desmentir diligentemente y de una en una sus buenas obras, narradas en presencia de los mismos. Y es propio de los hombres malos, para excusarse, dar a entender que no tienen culpas, o que son leves y pocas; y esto mismo lo indica la respuesta de Jesucristo. Por esto continúa: “Entonces les responderá: En verdad os digo: que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos pequeñitos”, etc. Y queriendo demostrar que las acciones buenas de los justos son sublimes, y que las culpas de los pecadores no son sublimes, dice a los justos: “Por lo mismo que lo hicisteis a uno de mis hermanos pequeñitos”, mas al referirse a los inicuos, no añadió la palabra hermanos. Porque verdaderamente, los que son perfectos, son sus hermanos: más agradable es a Dios la obra buena que se hace en obsequio a los más santos, que la que se hace en obsequio a los menos santos; y es culpa más leve desdeñar a los menos santos que a los más santos.

46. Advierte que, habiendo dicho primeramente: Venid (Mt 25,34), benditos, dice después: Apartaos, malditos (Mt 25,41): porque es propio del buen Dios recordar primero las acciones buenas de los buenos, que las malas de los malos. En este lugar nombra primero la pena de los malos y luego la vida de los justos, para que evitemos primero los males (que son causa del temor); y luego apetezcamos los bienes (que son causa del honor).

Pero no piensan algunos que tan sólo es digno de premio este medio de justificación, sino también cualquier otro de los que mandó Jesucristo, porque da de comer y beber a Jesucristo el que alimenta a los fieles con la verdad y la justicia. Asimismo vestimos a Cristo desnudo, cuando enseñamos a algunos, vistiéndoles con las ropas de la sabiduría, y entrañas de misericordia. Le recibimos como peregrino en la casa de nuestro pecho, cuando preparamos nuestro corazón y el de nuestros prójimos, para recibir diversas virtudes. Igualmente cuando visitáremos a nuestros hermanos enfermos en la fe o en las costumbres, enseñándoles, reprendiéndoles o consolándoles, al mismo Cristo visitamos. Finalmente, todo lo que aquí en el mundo existe, es cárcel de Cristo y de los suyos, que se encuentran como prisioneros y encarcelados por las exigencias del mundo y las necesidades de la naturaleza. Cuando, pues, les hiciéremos bien, les visitamos en la cárcel y a Jesucristo en ellos.

San Jerónimo

31. El que, dos días después había de celebrar la Pascua y ser entregado al escarnio de los hombres y a la muerte de cruz, oportunamente promete el triunfo de su resurrección, para compensar el escándalo con la promesa del premio. Y es de notar que quien ha de ser visto con majestad es el Hijo del hombre.

32. El cabrito es animal lascivo, que en la ley antigua se ofrecía para víctima de los pecados; y no dice cabras, que pueden tener crías y salen esquiladas del lavadero.

34b. ”Desde la creación del mundo…” Todas estas cosas se han de tomar en el sentido de la presciencia de Dios, para quien las cosas futuras ya han sucedido.

40. Libremente podíamos entender que Jesucristo hambriento sería alimentado en todo pobre, y sediento saciado, y de la misma manera respecto de lo otro. Pero por esto que sigue: “En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos”, etc., no me parece que lo dijo generalmente refiriéndose a los pobres, sino a los que son pobres de espíritu, a quienes había dicho alargando su mano: “Son hermanos míos, los que hacen la voluntad de mi Padre” (Mt 12,50).

46. Mas, ¡oh lector prudente! advierte que los suplicios son eternos y que la vida perpetua no tendrá peligro de acabarse.

San Gregorio Magno

34-36. Mas éstos a quienes dirá el Juez cuando venga, teniéndolos a la derecha: “Tuve hambre”, son la parte de los escogidos que son juzgados y reinan, los que limpian las manchas de la vida con lágrimas, los que redimiendo los pecados precedentes con las acciones buenas consiguientes, todo lo ilícito que obraron en otro tiempo, lo cubren enteramente ante los ojos del juez. Y hay otros que no son juzgados y reinan, los cuales superan los preceptos de la ley con la virtud de la perfección (Moralia 26,25).

42-43. Esos de quienes esto se dice, son los malos fieles, que son juzgados y perecen, pues los otros (a saber, los infieles) no son juzgados y perecen: porque entonces no se discutirá la causa de los que se acercan a la presencia del severo juez, ya con la condenación de su infidelidad. Pero los que retienen la profesión de su fe, mas no tienen las obras propias de esta profesión, son confundidos para que perezcan. Estos por lo menos oyen las palabras del juez, porque por lo menos tuvieron las palabras de su fe; aquéllos ni siquiera perciben en su condenación las palabras del Juez eterno, porque ni siquiera en las palabras quisieron guardar la reverencia que se le debe: pues el príncipe que gobierna una república terrena, de una manera castiga al ciudadano que delinque en el interior; y de otra distinta al enemigo que se rebela en el extranjero. Contra aquél procede, consultando sus leyes; contra el enemigo promueve la guerra y no averigua lo que diga la ley acerca de la pena que merece (Moralia 26,24).

46. Si con tan extraordinaria pena es castigado el que es acusado de no haber dado lo suyo, con qué pena habrá de ser vulnerado el que es increpado por haber quitado lo ajeno? (Moralia, 25,10)

Mas dicen algunos, que ha amenazado a los pecadores, tan sólo para refrenarlos en el pecar. A los estos responderemos: si ha amenazado con falsedades para corregirlos en su injusticia, también prometió cosas falsas para provocarlos a la justicia; y así, mientras andan solícitos para presentar a Dios como misericordioso no se avergüenzan de predicarle falaz. Pero (dicen), la culpa limitada no debe ser castigada ilimitadamente: a los cuales responderemos que hablarían bien, si el juez justo apreciara, no los corazones de los hombres, sino sus obras. A la justicia, por tanto, del severo juez corresponde que jamás carezcan de suplicio aquéllos cuyo espíritu jamás quiso carecer de pecado en esta vida (Dialog. 4,44).

No se ha dicho jamás de hombre justo que se complaciese en la crueldad, y si manda castigar al siervo delincuente, es para corregirle de su falta: los malos, pues, condenados al fuego eterno, ¿por qué razón arderán eternamente? A esto responderemos que Dios Omnipotente no se complace en el tormento de los desgraciados, porque es misericordioso. Pero porque es justo no le es suficiente el castigo de los inicuos. Y por alguna razón el fuego eternamente devorará a los malvados, así, pues, servirá para que reconozcan los justos cuán deudores son a la gracia divina, con cuyo auxilio pudieron evitar los eternos males que ven (Dialog. 4,44).

Pero preguntan cómo pueden ser santos los que no rogarán por sus enemigos cuando los verán ardiendo. Ruegan, en verdad por sus enemigos, durante el tiempo que pueden reducirlos a fructuosa penitencia y convertir sus corazones, pero ¿cómo orarán por aquéllos que ya de ningún modo pueden convertirse de la iniquidad? (Dialog. 4,44)

Rábano

31. Después de las parábolas sobre el fin del mundo expone el Señor el modo cómo será juzgado.

34. O son llamados benditos, aquéllos a quienes por sus buenos méritos, se les debe la bendición eterna. Y dice que el reino es de su Padre, porque atribuye la potestad del reino, a aquél por quien El mismo ha sido engendrado Rey. De aquí que con autoridad regia, con la que sólo El será exaltado en aquel día, pronunciará la sentencia del juicio, por esto se dice claramente: “Entonces dirá el Rey”.

35-37. Pues en un sentido místico observa las leyes del verdadero amor, quien al que tiene hambre y sed de justicia le alimenta con el pan de la palabra, o bien le da de beber la bebida de la sabiduría, y el que recibe en la casa de la Madre Iglesia al que anda errante por la herejía o por el pecado, y el que admite al que está enfermo en la fe.

37-39. Dicen esto ciertamente no desconfiando de las palabras del Señor, sino pasmándose de tan extraordinaria excelencia y de la grandeza de su majestad. O porque les parecerá mezquino el bien que habían obrado, según aquello del Apóstol: “No son de comparar los trabajos de este tiempo con la gloria venidera, que se manifestará en nosotros” (Rom 8,18).

Remigio

31. Estas palabras destruyen el error de aquéllos que dijeron que el Señor no conservará la forma de siervo: pues de dice majestad de su divinidad en la que es igual al Padre y al Espíritu Santo.

32. Estas palabras prueban la verdad de la futura resurrección.

35-36. Y hay que notar que en este lugar menciona el Señor las siete obras de misericordia, las cuales, cualquiera que tuviere cuidado de cumplirlas, merecerá alcanzar el reino preparado a los escogidos desde el establecimiento del mundo.

Texto extraído de http://www.deiverbum.org

Deja una respuesta