Mateo 7, 21.24-27 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia

21 «No todo el que me diga: “Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial.

24 «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: 25 cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. 26 Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: 27 cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.»

San Jerónimo

21. Así como había dicho antes que aun los que llevan el vestido de la buena vida no deben ser recibidos si hay maldad en sus enseñanzas, así ahora dice, por el contrario, que no debe oírse a los que, enseñando buena doctrina, la destruyen con sus malas obras. Una y otra cosa es necesaria a los que sirven al Señor: que las obras se prueben con las palabras y las palabras con las obras. Y por ello añade: “No todo el que me dice Señor, Señor…”

Es costumbre en la Sagrada Escritura el tomar los dichos por los hechos, según cuya interpretación dice el Apóstol: “Confiesan que conocen a Dios, pero lo niegan con los hechos” (Tit 1,16).

26-27. Toda predicación de los herejes se funda en arena movediza, que no puede hacerse compacta, y así se desmorona.

San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 24,1

21. En estas palabras parece que se dirige especialmente a los judíos, que ponen toda su atención en los dogmas. Por ello San Pablo los denuncia, diciéndoles en la segunda carta a los Romanos (Rom 2,17): “Si, pues, te llamas judío y descansas en la ley…”

No dijo: “El que hace mi voluntad”, sino “la del Padre”, porque, entre tanto, era conveniente decir esto para acomodarse a la ignorancia de aquéllos; mas ya por esto les insinuó ocultamente aquello: “No es otra la voluntad del Hijo que la del Padre”.

24. Como había de haber algunos que admirarían lo que había dicho Jesús, pero que no harían ostensible con obras esa admiración, previniéndoles, los aterra, diciendo: “Pues todo aquel que oye estas mis palabras y las cumple, comparado será a un varón sabio”.

San Agustín, de sermone Domini, 2, 25

21. Debemos cuidar de no ser engañados en el nombre de Cristo por los herejes, o por los que lo entienden mal, o por los que aman el mundo, y por ello dice: “No todo el que me dice: Señor, Señor…” Pero veamos cómo puede concordar con esta sentencia aquella otra del Apóstol: “Ninguno puede decir: Señor Jesús si no lo dice inspirado por el Espíritu Santo”. No podemos decir que aquellos que no entran en el reino de los cielos tienen el Espíritu Santo, pero el Apóstol puso propiamente esta palabra (1Cor 12,3): dice, para dar a conocer la voluntad y el entendimiento del que habla. Habla con propiedad aquel que manifiesta su voluntad y su pensamiento por medio de la voz. El Señor puso aquí en general la palabra decir. Parece que también dice aquel que ni quiere ni entiende lo que dice.

No creamos que pertenece a aquellos frutos de que había hablado antes, si alguno dice a nuestro Señor: “Señor, Señor”, y que por ello nos parezca que es árbol bueno, sino que aquellos frutos son cumplir el designio de Dios. Por ello sigue: “Sino el que hace la voluntad de Mi Padre…”

24-27. Cuando la lluvia se pone como significando algún mal, se toma por la superstición nebulosa. Los rumores de los hombres se comparan a los vientos, el río a las concupiscencias de la carne, como que corren por la tierra. El que es inducido por las prosperidades es quebrantado por la adversidad, lo cual no teme el que tiene edificada su casa sobre piedra, esto es, el que no sólo escucha los preceptos del Señor, sino que también los practica. Mas se expone a peligro en todas estas cosas aquel que oye y no obra. Ninguno afirma en sí lo que percibe de Dios, ni lo oye, sino practicándolo. Debe considerarse que cuando dijo: “Y todo el que oye estas mis palabras”, bien manifiesta que estas palabras comprenden todos los preceptos en que se funda toda la vida del cristiano, para que con razón los que quieran vivir según ella sean comparados a los que edifican sobre piedra.

San Hilario, homiliae in Matthaeum, 5-6

21. El camino del reino de los cielos es la obediencia al designio de Dios, no el repetir su nombre.

24-27. También significa con las lluvias las seducciones de los blandos placeres, que se desprenden poco a poco por todas las rendijas (cuando éstas están abiertas) para humedecer la fe, después de las cuales llega el oleaje de los ríos (o torrentes), esto es, el empuje de los placeres más criminales, y de todas partes soplan los vientos con todo su furor, esto es, todo espíritu del poder diabólico entra en la lid.

Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 19-20

21. Como ya nos había enseñado a distinguir los verdaderos y los falsos profetas por sus frutos, ahora ya nos manifiesta de una manera terminante cuáles son los frutos por medio de los que se distinguen los maestros buenos y los malos.

Cuál sea el designio de Dios El mismo nos lo enseña: “Esta es la voluntad de Aquel que me envió, que todo el que ve a su Hijo y cree en El obtenga la vida eterna” (Jn 6,40). La palabra creer afecta lo mismo a la confesión que a la acción. El que no confiesa o no vive, según la palabra de Jesucristo, no entrará en el Reino de los Cielos.

24-27. No dijo, pues: “Consideraré como un varón sabio a aquel que oye y hace”, sino: “Será comparado a un varón sabio”. Luego el que se compara es hombre ¿a quién se asemeja? A Cristo. Cristo, pues, es el varón sabio que ha edificado su casa (esto es, su Iglesia) sobre la piedra (esto es, sobre la firmeza de la fe). El hombre necio es el diablo que ha edificado su casa (esto es, todos los impíos) sobre arena (esto es, la inconstancia de la infidelidad), o sobre los hombres mundanos, que se llaman arena por la esterilidad, y como no están unidos entre sí, sino que están divididos por una multitud de opiniones, son innumerables. La lluvia es la enseñanza que riega al hombre, y las nubes son de donde sale la lluvia. Unos son encendidos por el Espíritu Santo, como los profetas y los apóstoles; otros son agitados por el espíritu del diablo, como son los herejes. Los vientos favorables son los espíritus de las diversas virtudes, o los ángeles, que obran de una manera invisible en los sentidos de los hombres y los inclinan a obrar el bien, y vientos perjudiciales son los espíritus inmundos. Los ríos benéficos son los evangelistas y los maestros del pueblo. Ríos malosson los hombres llenos del espíritu inmundo e instruidos en la palabra, como son los filósofos y los demás profesores de las ciencias humanas, de quienes brotan ríos de aguas pantanosas.

A la Iglesia que Cristo fundó no la corrompe la lluvia de la enseñanza falaz, ni el hálito del demonio la empuja, ni la conmueven las corrientes de los ríos más violentos. No se opone a esto el que caigan en ello algunos de la Iglesia, pues no todos los que se llaman cristianos pertenecen a Cristo, sino que El conoce los que son suyos (2Tim 2,19). Pero la lluvia de la verdadera doctrina cae contra la casa que el diablo edificó. Soplan los vientos, esto es, las gracias espirituales o los ángeles; se hinchan los ríos, esto es, los cuatro evangelistas y los demás sabios; y así cae la casa, esto es, la gentilidad, para que se levante Cristo. Y su ruina ha sido grande.

Disueltos los errores, convencidas las mentiras y destruidos los ídolos en todo el mundo. Es, pues, semejante a Cristo el que oye sus palabras y obra según ellas, esto es, el que edifica sobre fuerte roca, esto es, Cristo que es todo lo bueno para que sobre cualquier especie de bien que alguno edificare aparezca que ha edificado sobre Cristo. Como la Iglesia, una vez edificada por Cristo, no puede ser destruida, así el cristiano, que edifica sobre Cristo no puede ser derribado por ninguna adversidad, según las palabras del Apóstol a los Romanos (Rom 8,35): “¿Quién, pues, nos separará de la caridad de Cristo?” Es semejante al diablo, el que oye las palabras del Señor, pero que no obra según ellas. Las palabras que se oyen y no se practican andan separadas y esparcidas, y por ello se asemejan a la arena. Arena es también toda malicia u otros bienes propios del mundo. Así como se destruye la casa del diablo, así todos los que viven fundados sobre la arena de la malicia son destruidos y caen, y la ruina es grande si uno ha sufrido algún detrimento en la fe, mayor que si hubiese fornicado o hubiese cometido algún homicidio, porque tiene el medio de levantarse por la penitencia como se levantó David.

Rábano

27. También puede entenderse por ruina grande lo que Jesucristo habrá de decir a aquellos que lo oyen y no obran: “Id al fuego eterno” (Mt 25,41).

San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia, Sermón 179, 8-9; PL 38, 970

Poned en práctica la Palabra, no os contentéis con escucharla, eso sería engañaros

No os confundáis, hermanos, si habéis venido con diligencia a escuchar la palabra sin poner en práctica lo que oís. Pensad bien en ello; si bueno es escuchar la palabra, es mucho mejor ponerla en práctica. Si no la escuchas, si no practicas lo que has oído, no construyes nada. Si la oyes y no la pones en práctica, construyes una ruina… escuchar y poner en práctica, es construir sobre roca. Y el solo hecho de escuchar, es construir.

En cuanto al que escucha estas palabras continua el Señor, y no las pone en práctica, es semejante al insensato que construye su casa. También él construye, pero ¿ qué construye? Construye su casa pero dado que no pone en práctica lo que oye, tiene buen oído, pero construye sobre arena…

Puede que alguien me diga: “¿Para qué escuchar lo que no tengo la intención de cumplir. Ya que construiré una ruina si escucho sin ponerlo en práctica, no es más seguro no escuchar nada?”. En este mundo, la lluvia, los vientos, los torrentes no cesan. ¿No es mejor construir sobre roca para que cuando vengan los torrentes, no te arrastren?… Sin protección y sin el menor tejado, vas a ser irremediablemente abatido, arrastrado, sumergido.

Reflexiona pues sobre el partido que vas a tomar. Es malo no escuchar, es malo escuchar sin actuar, resulta que hay que escuchar y poner en práctica. Sed personas que “ponen en práctica la Palabra, y no se contentan sólo con escucharla”; lo contrario sería engañarse.

Bienaventurado John Henry Newman (1801-1890), Sermón «Ver», PPS vol. 4, n°22

Para entrar en el Reino de los cielos…, hay que hacer la voluntad de mi Padre

Año tras año, el tiempo pasa en silencio; la venida de Cristo está cada vez más cercana. ¡Si solamente, como él se acerca a la tierra, pudiéramos nosotros acercarnos al cielo! ¡Oh, hermanos míos, pedidle que os de el coraje para buscarlo con sinceridad! Pedidle que permanezcáis ardientes… Pedidle para que el os conceda eso que la Escritura llama»un corazón bueno y honrado» o «un corazón perfecto» (Lc 8,15; Ps 100,2), y, sin esperar, comenzar de inmediato a obedecerle con el mejor corazón que tiene. Cualquier obediencia es mejor que nada.

Tenéis que buscar su rostro (Sal 27,8), la obediencia es la única manera de buscarlo. Todos vuestros deberes de estado son obediencia… Hacer lo que él pide, es obedecerle, y obedecerlo, es acercarse a él. Todo acto de obediencia nos acerca a él que no está lejos, aunque lo parezca, sino muy cerquita de este marco material.

La tierra y el cielo no son más que un velo entre él y nosotros. Llegará el día en que se desgarrará el velo, y se nos mostrará. Y entonces, según como lo hayamos esperado, se nos recompensará. Si lo hemos olvidado, no nos conocerá.

Sin embargo, “Dichosos los siervos a quienes el Señor, cuando venga, los encuentre velando» (Lc 12,37)… ¡esta es la parte de cada uno de nosotros! Es difícil lograrlo, pero más lamentable no conseguirlo. La vida es corta, la muerte es segura, y el mundo venidero es eterno.

Beata Teresa de Calcuta (1910-1997), fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad, Camino de sencillez, cap. 7

Escuchad lo que os digo

Ante todo hay que dedicar tiempo a la contemplación y al silencio, sobre todo si vivimos en las grandes ciudades como Londres y Nueva York, donde todo es agitación. Por esto he decidido abrir nuestra primera casa de hermanas contemplativas, cuya vocación es orar durante la mayor parte del día, en Nueva York y no en el Himalaya, porque sentía que en las grandes urbes hay más necesidad de silencio y de contemplación.

Yo comienzo la oración siempre por el silencio. Pues es en el silencio del corazón donde habla Dios. Dios es amigo del silencio y debemos escucharle porque lo que cuenta no son nuestras palabras sino lo que él dice, y lo que dice a través de
nosotros.

La oración nutre el alma: lo que la sangre es para el cuerpo, es la oración para el alma. Nos acerca a Dios, purifica y limpia nuestro corazón. Una vez purificado el corazón podemos ver a Dios, hablarle y descubrir su amor en la persona de cada uno de nuestros hermanos humanos. Si vuestro corazón está puro, vosotros seréis transparentes en la presencia de Dios, no disimularéis nada, y entonces le ofreceréis libremente lo que él espera de vosotros.

San Bernardo (1091-1153), monje cisterciense y doctor de la Iglesia, Sermón sobre el Cantar de los cantares, n° 61

Cimentado en la roca

“Paloma mía, en las oquedades de la roca, en el escondrijo escarpado, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz” (Ct 2,14). Alguien ha reconocido en estas oquedades las heridas de Cristo. Y tiene razón, porque Cristo es la roca.

¡Dichosas cavidades que permiten elevar el edificio de la fe en la resurrección y dan testimonio de la divinidad de Cristo! “Señor mío y Dios mío” dijo el apóstol (Jn 20,28). ¿De dónde ha salido esta exclamación tantas veces repetida, sino de las oquedades de la piedra? El gorrión ha encontrado un refugio y la tórtola un nido para sus polluelos (Sal 83,4). La paloma, escondida en su refugio, mira sin temblar al halcón que traza círculos alrededor de ella. Por esto el Esposo dice: “Paloma mía en las oquedades de la roca”, y la paloma responde:”Él me ha establecido sobre la roca” y “Él ha afianzado mis pies sobre la roca” (Sal 26,5; 39,3).

El hombre sabio construye su casa sobre la roca, para que no la destruya ni la violencia del viento ni las inundaciones. ¿Qué bien no proporciona la roca? sobre la roca, yo me levanto, me siento seguro, me mantengo firme; me refugio del enemigo y me protejo de sus ataques, porque yo estoy por encima de la tierra y todo lo que es tierra es perecedero y caduco.

Que nuestra vida esté en el cielo y no tengamos miedo de caer ni de ser derribados. La roca se eleva hasta el cielo y nos proporciona seguridad; es el refugio de los indefensos (Sal 103,18).
En efecto, ¿dónde podrá hallar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino en las llagas del Salvador? En ellas habito con seguridad, sabiendo que él puede salvarme. Grita el mundo, me oprime el cuerpo, el diablo me pone asechanzas, pero yo no caigo, porque estoy cimentado sobre piedra firme. Si cometo un gran pecado, me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, fue traspasado por nuestras rebeliones. ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo? Por esto, si me acuerdo que tengo a mano un remedio tan poderoso y eficaz, ya no me atemoriza ninguna dolencia, por maligna que sea.

Vida de san Francisco de Asís llamada «de Perusa» (siglo XIV), §102

La roca de la humildad y de la pobreza

Desde el principio de su conversión, el bienaventurado Francisco, prudente como era, quería, con la ayuda de Dios, establecer, sólidamente y a la vez, él mismo y su casa, es decir, su Orden de Hermanos menores, sobre una roca sólida, a saber, sobre la muy grande humildad y la muy grande pobreza del Hijo de Dios.

Sobre una profunda humildad: porque desde el principio, cuando los hermanos empezaban a multiplicarse, les prescribió residir en los hospicios para servir a los leprosos. En aquel momento, cuando los postulantes se presentaban, fueran nobles o plebeyos, les advertía que tendrían que servir a los leprosos y residir en sus hospitales.

Sobre una muy gran pobreza: en efecto, dijo en su Regla que los hermanos debían habitar en sus casas «como extranjeros y peregrinos, y que no debían desear nada de lo que está bajo el cielo», si no era la santa pobreza, gracias a la cual el Señor les llenará de alimentos corporales y de virtudes, lo cual les servirá como herencia para la otra vida, el cielo.

También para él mismo, Francisco escogió este fundamento de una humildad perfecta y una perfecta pobreza; si bien es cierto que fue un gran personaje en la Iglesia de Dios, por una opción libre quiso mantenerse en la última hilera, no sólo en la Iglesia sino también entre los hermanos.

Juan Pablo II, Homilía (extracto), en Pelplin (Polonia) el 06-06-1999

3. ¿Qué dice Cristo al respecto en el pasaje evangélico de hoy? Al terminar el sermón de la Montaña, dice: «Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7,24-25). El caso contrario del que edificó sobre roca es el hombre que edificó sobre arena. Su construcción resultó poco resistente. Ante las pruebas y las dificultades, se derrumbó. Esto es lo que Cristo nos enseña.

El edificio de nuestra vida debe ser una casa construida sobre roca. ¿Cómo construirlo para que no se desplome bajo el peso de los acontecimientos de este mundo? ¿Cómo construirlo para que, de «morada terrestre», se convierta en «edificio de Dios, una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos»? (cf. 2Co 5,1). Hoy escuchamos la respuesta a esa pregunta esencial de la fe: los cimientos del edificio cristiano son la escucha y el cumplimiento de la palabra de Cristo. Al decir «la palabra de Cristo» no sólo nos referimos a su enseñanza, a sus parábolas y sus promesas, sino también a sus obras, sus signos y sus milagros. Y sobre todo a su muerte, a su resurrección y a la venida del Espíritu Santo. Más aún: nos referimos al Hijo mismo de Dios, al Verbo eterno del Padre, en el misterio de la Encarnación. «Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

Con este Verbo, Cristo vivo, resucitado, san Adalberto vino a Polonia. Durante siglos vinieron con Cristo también otros heraldos, y dieron testimonio de él. Por él dieron la vida los testigos de nuestros tiempos, tanto sacerdotes como seglares. Su servicio y su sacrificio se han convertido para las generaciones sucesivas en signo de que nada puede destruir una construcción cuyo cimiento es Cristo . A lo largo de los siglos han venido repitiendo, como san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (…) Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,35-37).

4. «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» . Si, en el umbral del tercer milenio, nos preguntamos cómo serán los tiempos que van a venir, no podemos evitar a la vez la pregunta sobre el fundamento que ponemos bajo esa construcción, que continuarán las futuras generaciones. Es preciso que nuestra generación construya con prudencia el futuro; y constructor prudente es el que escucha la palabra de Cristo y la cumple.

Desde el día de Pentecostés, la Iglesia conserva la palabra de Cristo como su más valioso tesoro. Recogida en las páginas del Evangelio, ha llegado hasta nuestro tiempo. Hoy somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad de transmitirla a las futuras generaciones, no como letra muerta, sino como fuente viva de conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, fuente de auténtica sabiduría. En este marco cobra actualidad particular la exhortación conciliar, dirigida a todos los fieles «para que adquieran ‘la ciencia suprema de Jesucristo’ (Ph 3,8), ‘pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo’ (san Jerónimo)» (Dei Verbum, DV 25).

Por eso, mientras durante la liturgia tomo en las manos el libro del Evangelio y como signo de bendición lo elevo sobre la asamblea y sobre toda la Iglesia, lo hago con la esperanza de que siga siendo el libro de la vida de todo creyente, de toda familia y de la sociedad entera. Con esa misma esperanza, os pido hoy: entrad en el nuevo milenio con el libro del Evangelio. Que no falte en ninguna casa polaca. Leedlo y meditadlo. Dejad que Cristo os hable. «Escuchad hoy su voz: ‘No endurezcáis vuestro corazón’…» (Ps 95,8).

5. A lo largo de veinte siglos la Iglesia se ha inclinado sobre las páginas del Evangelio para leer del modo más preciso posible lo que Dios ha querido revelar en él. Ha descubierto el contenido más profundo de sus palabras y de sus acontecimientos; ha formulado sus verdades, declarándolas seguras y salvíficas. Los santos las han puesto en práctica y han compartido su experiencia del encuentro con la palabra de Cristo. De ese modo se ha desarrollado la tradición de la Iglesia, fundada en el testimonio mismo de los Apóstoles. Si hoy interpelamos el Evangelio, no podemos separarlo de ese patrimonio de siglos, de esa tradición.

Hablo de esto porque existe la tentación de interpretar la sagrada Escritura separándola de la tradición plurisecular de la fe de la Iglesia, aplicando claves de interpretación propias de la literatura contemporánea o de los medios de comunicación. De esa forma se corre el peligro de caer en simplificaciones, de falsificar la verdad revelada e incluso de adaptarla a las necesidades de una filosofía individual de la vida o de ideologías aceptadas a priori. Ya san Pedro apóstol se opuso a intentos de ese tipo. Escribe: «Ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia» (2P 1,20). «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios (…) ha sido encomendado sólo al magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei Verbum DV 10).

San Ireneo, Tratado contra las herejías, Lib.3 cap.24

Los herejes destruyen su salvación

…Por tanto, quienes no participan de él, ni nutren su vida con la leche de su madre (la Iglesia), tampoco reciben la purísima fuente que procede del cuerpo de Cristo. “Cavan para sí mismos cisternas agrietadas” (Jr 2,13), se llenan de pozos terrenos y beben agua corrompida por el lodo; porque huyen de la fe de la Iglesia para que no se les convenza de error, y rechazan el Espíritu para no ser instruidos.

Enajenándose de la verdad, revolotean de error en error, andan fluctuando, opinando ora de un modo, ora de otro, según las ocasiones, y nunca llegan a afirmarse en una doctrina estable. Prefieren ser sofistas de las palabras, a ser discípulos de la verdad. No están fundados sobre una Piedra, sino sobre arena (Mt 7,24-27) ¡que esconde muchos sepulcros! Por eso se fabrican muchos dioses. Su excusa es decir que andan buscando (¡como ciegos!), pero de hecho nunca encuentran. Blasfeman contra el Demiurgo, o sea el verdadero Dios, que es quien nos concede encontrarlo, creyendo que han encontrado sobre Dios a “otro Dios”, “otra Plenitud” y “otra Economía”.

Texto extraído de http://www.deiverbum.org

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