Lucas 18,1-8 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia

1 Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer. 2 «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. 3 Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: “¡Hazme justicia contra mi adversario!” 4 Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, 5 como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme.”»

6 Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto; 7 y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? 8 Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?»

Teofilacto

1. Después que el Señor hace mención de estas penalidades y peligros, expone su remedio, que es la oración asidua y premeditada. Por esto añade: “Y les decía también esta parábola…”

2-3. Observa en esto que el obrar mal con los hombres es señal evidente de malicia. Muchos no temen a Dios, pero en sociedad guardan el debido respeto y por esto faltan menos. Pero cuando alguno obra con imprudencia, aun en cuanto a los hombres, lleva entonces el vicio a su colmo.
Prosigue: “Y había en la misma ciudad una viuda”.

6-8. Como diciendo: si la constancia ablanda al juez capaz de todo crimen, ¿con cuánta más razón debemos postrarnos y rogar al Padre de la misericordia, que es Dios? Por esto sigue: “Os digo que presto los vengará”. Algunos procuraron dar a esta parábola un sentido más sutil: Dicen que la viuda representa a toda alma que se separa de su primer marido, a saber, el diablo y que por esto, como aquél es su enemigo, se presenta a Dios, que es el juez de la justicia, quien ni teme a Dios, porque El mismo únicamente es Dios, ni teme al hombre: ante Dios no hay aceptación de personas. El Señor se compadece de esta viuda, esto es, del alma que le ruega, en contra del diablo y la defiende contra el diablo.
Después que el Señor dijo que debía orarse mucho al fin de los tiempos, por los peligros de entonces, añade: “Pero el Hijo del hombre, cuando venga, ¿pensáis que hallará fe en la tierra?”.

San Agustín

1-2. El Señor presenta sus parábolas, o bien comparando, como cuando habla del prestamista, que perdonó a los dos deudores lo que le debían y que fue más estimado por aquel a quien perdonó más (Lc 7), o bien por oposición, como cuando dice que si el heno del campo que hoy está en pie y mañana será llevado al horno, Dios así le viste, ¿cuánto más cuidará de vosotros, hombres de poca fe? (Mt 6,30) Así, pues, no por semejanza, sino por oposición, habla de aquel inicuo juez, de quien se dice: “Había un juez en cierta ciudad…” (De quaest. Evang., 2,45).

3. Esta viuda puede ser muy bien la imagen de la Iglesia, que aparece como desolada hasta que venga el Señor, quien ahora cuida de ella misteriosamente. Pero como sigue diciendo: “Y venía a El diciendo: Hazme justicia…”, advierte aquí por qué los escogidos de Dios le piden que los vengue. Lo mismo se dice también en el Apocalipsis de San Juan hablando de los mártires (Ap 6), a pesar de que claramente se nos aconseja que oremos por nuestros enemigos y nuestros perseguidores. Debe comprenderse pues que la venganza que piden los justos es la perdición de todos los malos. Estos perecen de dos modos. O volviendo a la justicia, o perdiendo el poder por medio de los tormentos. Por tanto, aunque todos los hombres se convirtieran a Dios, el diablo quedaría para ser condenado en el fin del mundo. Y se dice, no sin razón, que los justos al desear que llegue este fin, desean la venganza (De quaest. Evang., 2,45).

4-7. La perseverancia del que ruega debe durar hasta que se consiga lo que se pida en presencia del injusto juez. Por esto sigue: “Pero después de esto dijo entre sí: Aunque ni temo a Dios, ni a hombre tengo respeto…” Por tanto, deben estar bien seguros los que ruegan a Dios con perseverancia, porque El es la fuente de la justicia y de la misericordia. Dice también el Señor: “Oíd lo que dice el injusto juez” (De quaest. Evang., 2,45).

8. El Señor dice esto refiriéndose a la fe perfecta, porque esta fe apenas se encuentra en la tierra. Llena está de fieles la Iglesia de Dios. ¿Quién vendría si no hubiera fe? y ¿quién no trasladaría los montes si la fe fuera perfecta? (De verb. Dom. serm. 36).

Esto lo añade el Señor para dar a conocer que si la fe falta, la oración es inútil. Por tanto, cuando oremos, creamos y oremos para que no falte la fe. La fe produce la oración y la oración produce a su vez la firmeza de la fe (De verb. Dom. serm. 36).

Beda

1. Debe decirse también que ora siempre y no falta el que no deja nunca el oficio de las horas canónicas. Y todo lo demás que el justo hace o dice en conformidad con el Señor, debe considerarse como oración.

7-8. Sin embargo, cuando aparezca el Omnipotente Creador en la figura del Hijo del hombre, serán tan pocos los escogidos, que no tanto por los ruegos de los fieles, como por la indiferencia de los malos, se habrá de acelerar la ruina del mundo. Lo que el Señor dice aquí como dudando, no lo dice porque duda, sino porque reprende. Nosotros también algunas veces ponemos palabras de duda al reprender a otros, aun cuando tratemos de cosas que tenemos por ciertas, como cuando se dice a un siervo: Considera, si acaso no soy tu amo.

Crisóstomo

El que te redimió y el que quiso crearte, fue quien lo dijo. No quiere que cesen tus oraciones; quiere que medites los beneficios cuando pides y quiere que por la oración recibas lo que su bondad quiere concederte. Nunca niega sus beneficios a quien los pide y por su piedad excita a los que oran a que no se cansen de orar. Admite, pues, con gusto las exhortaciones del Señor: debes querer lo que manda y debes no querer lo que el mismo Señor prohibe. Considera, finalmente, cuánta es la gracia que se te concede: tratar con Dios por la oración y pedir todo lo que deseas. Y aunque el Señor calla en cuanto a la palabra, responde con los beneficios. No desdeña lo que le pides, no se hastía sino cuando callas.

San Cirilo

3. Cuantas veces nos ofendan, debemos considerar que es glorioso para nosotros el olvido de estos males; y cuantas veces pequen, ofendiendo a la gloria de Dios aquellos que hacen la guerra contra los ministros del dogma divino, debemos acudir a Dios pidiéndole auxilio y clamando en contra de los que rechazan su gloria.

San Agustín (354-430), obispo y doctor de la Iglesia, Sermón 115, 1; PL 38, 655

«Cuando venga el Hijo del Hombre ¿encontrará esta fe en la tierra?»

¿Hay un medio más eficaz para animarnos a la oración que la parábola del juez injusto que nos ha contado el Señor? Evidentemente que el juez injusto no temía al Señor ni respetaba a los hombres. No experimentaba ninguna compasión por la viuda que recurrió a él y, sin embargo, vencido por el hastío, acabó escuchándola. Si él escuchó a esta mujer que le importunaba con sus ruegos, ¿cómo no vamos a ser escuchados nosotros por Aquel que nos invita a presentarle nuestras súplicas? Es por esto que el Señor nos ha propuesto esta comparación sacada de dos contrarios para hacernos comprender que «es necesario orar sin desanimarse». Después añade: «Pero cuando venga el Hijo del Hombre ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Si desaparece la fe, se extingue la oración. En efecto ¿quién podría orar para pedir lo que no cree? Mirad lo que dice el apóstol Pablo para exhortar a la oración: «Todos los que invocarán el nombre del Señor serán salvados». Después para hacernos ver que la fe es la fuente de la oración y que el riachuelo no puede correr si la fuente esta seca, añade: «¿Cómo van a invocar al Señor si no creen en él?» (Rm 10,13-14).

Creamos, pues, para poder orar y oremos para que la fe, que es el principio de la oración, no nos falte. La fe difunde la oración, y la oración, al difundirse obtiene, a su vez, la firmeza de la fe.

Santo Tomás de Aquino, presbítero y doctor de la Iglesia

Obras: Orar con constancia y con confianza.

Compendium theologiae, parte segunda, cap. 1.

«Es preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1).

Hay una diferencia que distingue la petición hecha a Dios de aquella que se hace a una persona humana. La petición hecha a un hombre necesita de antemano una cierta familiaridad para tener acceso a la persona a quien se pide algo. Mientras que la oración dirigida a Dios nos convierte por ella misma en familia de Dios. Nuestra alma se eleva hacia él, conversa llena de afecto con él y lo adora en espíritu y en verdad.

Esta intimidad nacida de la oración conduce al hombre a entregarse, lleno de confianza a la práctica de la oración. Por esto nos dice el salmista: ”Yo te invoco, oh Dios, porque tú me respondes” (Sal 16,6). Acogido en la intimidad de Dios por una primera oración, el salmista ora luego con una confianza crecida. Así, en la oración a Dios, la asiduidad o la insistencia en la petición no es una actitud importuna, antes al contrario, es agradable a Dios. Porque hay que orar sin cesar, dice el evangelio; y en otro lugar el Señor nos invita a pedir: “Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad, y os abrirán” (Mt 7,7).

San Juan Casiano, abad

Conferencia: Algunas actitudes necesarias para la oración.

Conferencia 9.

«Orar sin desanimarse» (Lc 18,1).

El fin del monje y la perfección del corazón consisten en una perseverancia ininterrumpida en la oración. En la medida que es posible a la fragilidad humana, la oración incesante es un esfuerzo que conduce a la tranquilidad del alma y hacia una perfecta pureza de corazón. Esta es la razón por la que nos dedicamos al trabajo manual y a la búsqueda del auténtico arrepentimiento del corazón con una constancia incansable.

Para que la oración sea todo lo ferviente y pura que conviene, es necesario ser fiel a los puntos siguientes. Ante todo, una liberación total de las inquietudes que vienen de la carne. Luego, ningún asunto, ningún interés o preocupación debe inquietar en la oración. Antes que nada, hace falta suprimir a fondo los desórdenes causados por la cólera y la tristeza. Luego hacer morir en el interior todo deseo carnal y el apego al dinero. Después de esta purificación que conduce a la pureza y la simplicidad, hay que asentar los fundamentos de la humildad profunda, capaz de sostener la torre espiritual que tiene que llegar hasta el cielo. Por fin, para que sobre este fundamento repose todo el edificio espiritual de las virtudes, conviene apartar del alma toda dispersión y divagación en pensamientos fútiles. Entonces es cuando se va elevando, poco a poco, un corazón purificado y libre, hasta la contemplación de Dios y la intuición de las realidades espirituales.

San Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero

Homilía: Orar siempre.

Homilía del 26-03-1967 en ‘Es Cristo que pasa’.

«Orar sin desfallecer» (Lc 18,1).

«Orad sin cesar» nos manda el apóstol Pablo (1 Tes 5,17). Recordando este precepto, Clemente de Alejandría, escribe: «Se nos ha mandado alabar y honrar al Verbo, que sabemos es el Salvador y el Rey, y por él, al Padre, y no tan sólo unos días escogidos, como lo hacen otros, sino constantemente a lo largo de toda nuestra vida y de todas las maneras posibles».

En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, cuando experimentamos el gozo de la amistad con otros hombres, en todos esos momentos el cristiano debe encontrarse con Dios. El cristiano, por Cristo y en el Espíritu Santo accede a la intimidad con Dios Padre, recorre su camino buscando ese reino que, a pesar de no ser de este mundo (Jn 18,36), se prepara y comienza ya en este mundo.

Es necesario encontrarse frecuentemente con Cristo, en la Palabra y en el Pan, en la eucaristía y en la oración. Y encontrarse frecuentemente con él tal como se frecuenta a un amigo, un ser real y viviente como es Cristo puesto que está resucitado… Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, es el Amigo. Un compañero que sólo se deja ver en la penumbra, pero cuya realidad llena toda nuestra vida y nos hace desear su compañía definitiva. El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven!» Y el que oiga, diga: « ¡Ven!» Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de la vida… Dice el que da testimonio de todo esto: «Sí, vengo pronto.» ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,17.20).

San Basilio, obispo y doctor de la Iglesia

Homilía: La oración no son fórmulas, engloba toda la vida.

Homilía 5.

«Jesús decía… que es preciso orar siempre» (Lc 18,1).

Es preciso que no restrinjas tu oración a la sola petición en palabras. En efecto, Dios no necesita que se le hagan discursos; sabe, aunque no le pidamos nada, lo que nos hace falta. ¿Qué hay que decir a esto? La oración no consiste en fórmulas: engloba toda la vida. «Por tanto, ya comáis, ya bebáis, dice el apóstol Pablo, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.» (1Co 10,31). ¿Estás en la mesa? Ora: al tomar el pan, agradece a quien te lo ha concedido; bebiendo el vino, acuérdate del que te ha hecho este don para alegrar tu corazón y solazar tus miserias. Acabada la comida, no te olvides de tu bienhechor. Cuando te pones la túnica, agradece al que te la ha dado; cuando te pones tu manto, muestra tu afecto a Dios que nos provee de vestidos adecuados para el invierno y para el verano, y para proteger nuestra vida.

Acabado el día, agradece a aquel que te ha dado el sol para trabajar durante el día y el fuego para iluminar la noche y proveer nuestras necesidades. La noche te da motivos para la acción de gracias; mirando el cielo y contemplando la belleza de las estrellas, ora al Señor del universo que ha hecho todas las cosas con tanta sabiduría. Cuando contemplas a la naturaleza dormida, adora a aquel que con el sueño nos alivia de todas nuestras fatigas y, a través de un poco de descanso, devuelve el vigor a nuestras fuerzas.

Así orarás sin descanso, si tu oración no se contenta con fórmulas y si, por el contrario, te mantienes unido a Dios a lo largo de toda tu existencia, de manera que hagas de tu vida una incesante oración.

Maestro Eckart

Obras: Impregnarse de Dios.

Conversaciones espirituales.

«Hay que orar siempre, sin desanimarse» (Lc 18,1).

Se me ha puesta esta cuestión: Hay mucha gente que se querría retirar completamente del mundo para vivir en la soledad y encontrar la paz, o bien, permanecer en la iglesia- ¿es esto lo mejor que se puede hacer? Yo respondo: ¡No! Y digo por qué.

La persona de un comportamiento recto se encuentra bien en todas partes y con todo el mundo. Pero aquella que le falta esta rectitud se encuentra mal en todas partes y con todo el mundo. El que posee a Dios no tiene más deseo que Dios sólo y todo lo demás se convierte para él en Dios sólo. Esta persona lleva a Dios consigo a todas partes y toda su actividad reviste un carácter divino…

Es cierto que para ello hace falta el esfuerzo y el amor, una vigilancia atenta de su conciencia, una inteligencia vigilante, verdadera y efectiva que orienta toda nuestra actitud espiritual hacia las personas y las cosas. No se puede adquirir esta inteligencia con una actitud evasiva, huyendo ante las cosas para refugiarse lejos del mundo exterior, a la soledad. Antes bien, hace falta aprender una soledad interior que nos acompaña por doquier, estemos donde estemos y con quien estemos. Hay que aprender a penetrar en el misterio de las cosas para encontrar en ellas a Dios… Así nos impregnamos de la presencia de Dios, seremos remodelados según la forma del Dios de amor y unidos a él siendo uno con él, para que la presencia de Dios nos ilumine sin el menor esfuerzo.

San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 3, capítulo 44, 4-5

4. Y en las demás ceremonias acerca del rezar y otras devociones, no quieran arrimar la voluntad a otras ceremonias y modos de oraciones de las que nos enseñó Cristo (Mt 6,9-13 Lc 11,1-2); que claro está que, cuando sus discípulos le rogaron que los enseñase a orar, les diría todo lo que hace al caso para que nos oyese el Padre Eterno, como el que tan bien conocía su condición y sólo les enseñó aquellas siete peticiones del Pater noster, en que se incluyen todas nuestras necesidades espirituales y temporales, y no les dijo otras muchas maneras de palabras y ceremonias, antes, en otra parte, les dijo que cuando oraban no quisiesen hablar mucho, porque bien sabía nuestro Padre celestial lo que nos convenía (Mt 6,7-8). Sólo encargó, con muchos encarecimientos, que perseverásemos en oración, es a saber, en la del Pater noster, diciendo en otra parte que conviene siempre orar y nunca faltar (Lc 18,1). Mas no enseñó variedades de peticiones, sino que éstas se repitiesen muchas veces y con fervor y con cuidado; porque, como digo, en éstas se encierra todo lo que es voluntad de Dios y todo lo que nos conviene. Que, por eso, cuando Su Majestad acudió tres veces al Padre Eterno, todas tres veces oró con la misma palabra del Pater noster, como dicen los Evangelistas, diciendo: Padre, si no puede ser sino que tengo de beber este cáliz, hágase tu voluntad (Mt 26,39).

Y las ceremonias con que él nos enseñó a orar sólo es una de dos: o que sea en el escondrijo de nuestro retrete, donde sin bullicio y sin dar cuenta a nadie lo podemos hacer con más entero y puro corazón, según él dijo, diciendo: Cuando tú orares, entra en tu retrete y, cerrada la puerta, ora (Mt 6,6); o, si no, a los desiertos solitarios, como él lo hacía, y en el mejor y más quieto tiempo de la noche (Lc 6,12). Y así, no hay para qué señalar limitado tiempo ni días limitados, ni señalar éstos más que aquéllos para nuestras devociones, ni hay para qué otros modos ni retruécanos de palabras ni oraciones, sino sólo las que usa la Iglesia y como las usa, porque todas se reducen a las que habemos dicho del Pater noster.

5. Y no condeno por eso, sino antes apruebo, algunos días que algunas personas a veces proponen de hacer devociones, como en ayunar y otras semejantes; sino el estribo que llevan en sus limitados modos y ceremonias con que las hacen. Como dijo Judit (Jdt 8,11-12) a los de Betulia, que los reprehendió porque habían limitado a Dios el tiempo que esperaban de Dios misericordias, diciendo: ¿vosotros ponéis a Dios tiempo de sus misericordias? No es, dice, esto para mover a Dios a clemencia, sino para despertar su ira.

San Juan de Ávila, Audi filia, capítulo 70

…Y por esto debiera decir San Dionisio, que en principio de toda obra hemos de comenzar por la oración. San Pablo (Rm 12,12) amonesta que entendamos con instancia en la oración; y el Señor dice (Lc 18,1), que conviene siempre orar, y no aflojar; que quiere decir, que se haga esta obra con frecuencia, diligencia y cuidado. Porque los que quieren valerse con tener cuidado de sí en hacer obras agradables a Dios, y no curan de tener oración, con sola una mano nadan, con sola una mano pelean, y con sólo un pie andan. Porque el Señor, dos nos enseñó ser necesarias, cuando dijo (Mt 26): Velad y orad, porque no entréis en tentación. Y lo mismo avisó cuando dijo (Lc 21,36): Velad, pues, en todo tiempo orando, que seáis hallados dignos de escapar de todas estas cosas que han de venir, y estar delante el hijo de la Virgen. Y entrambas cosas junta San Pablo (Ep 6,11), cuando arma al caballero cristiano en la guerra espiritual que tiene contra el demonio. Porque así como un hombre, por buenos manjares que coma, si no tiene reposo de sueño tendrá flaqueza, y aun corre el riesgo de perder el juicio, así acaecerá a quien bien obra y no ora. Porque aquello es la oración para el ánima, que el sueño al cuerpo. No hay hacienda, por gruesa que sea, que no se acabe, si gastan y no ganan; ni buenas obras que duren sin oración, porque en ella se alcanza lumbre y espíritu con que se recobra lo que con las ocupaciones, aunque buenas, se disminuye del fervor de la caridad e interior devoción.

Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), carmelita descalza, doctora de la Iglesia, Manuscrito C, 25 rº

Orar sin desfallecer

¡Cuán grande es el poder de la oración! Se diría que es como una reina, que a cada instante tiene libre acceso a los aposentos del rey pudiendo obtener de él todo lo que le pide. Para ser escuchada, de ninguna manera, es necesario leer en un libro una bella fórmula compuesta para la circunstancia; si fuera así, ¡Ay! ¡Cuán digna de compasión sería yo! Fuera del Oficio Divino, que soy muy indigna de recitar, no tengo valor para esforzarme en buscar en los libros hermosas oraciones, eso me produce dolor de cabeza, ¡hay tantas! Y además, son todas, a cuál más bella. Yo no podría recitarlas todas, y no sabiendo cual escoger, hago como los niños que no saben leer, digo simplemente al Buen Dios lo que le quiero decir, sin hacer frases bonitas, y él me comprende siempre.

Para mí, la oración, es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en el interior de la prueba como cuando me invade el gozo; en fin, es una cosa muy grande, sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús.

Isaac el Sirio (siglo VII), monje, Discursos ascéticos, 1ª serie, n. 21

Bienaventurado el hombre que conoce su propia debilidad, porque este conocimiento es en él, el fundamento, la raíz y el principio de toda bondad…

Cuando un hombre se ve privado de la ayuda divina, ora con frecuencia. Y cuanto más ora, más humilde se hace su corazón… cuando ha comprendido todo esto, guarda la oración en su alma, como un tesoro. Y es tan grande su alegría, que hace de su oración una acción de gracias… Llevado también por este conocimiento y admirable gracia de Dios, eleva la voz, alaba, glorifica a Dios, y le manifiesta su gratitud.

El que ha llegado de verdad, y no imaginariamente, a tener estos signos y conocer tal experiencia, sabe lo que digo, y que nada puede ir en contra. Por tanto, cese ahora de desear cosas vanas. Que persevere en Dios por la continua oración, con el temor de verse privado de la abundancia de auxilio divino.

Todos estos bienes se dan al hombre cuando conoce su debilidad. Por su gran deseo del socorro de Dios, se acerca a Dios permaneciendo en la oración. Y tanto se acerca a Dios por su resolución, que Dios le concede sus dones, y no le quita su gracia, por su gran humildad. Por lo tanto, un hombre es como la viuda, que no cesa de importunar al juez, para que le haga justicia contra su adversario. Dios que es compasivo, retrasa las gracias, ya que esta reserva lleva al hombre a acercarse y a permanecer cerca de Él, de donde mana tanto bien, para que necesite de él.

Santa Teresa de Calcuta (1910-1997), fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad, El amor más grande, c. 1

“Orar siempre”

Sólo mediante la oración mental y la lectura espiritual podemos cultivar el don de la oración. La simplicidad favorece enormemente la oración mental, es decir, olvidarse de sí misma trascendiendo el cuerpo y los sentidos y haciendo frecuentes aspiraciones que alimentan nuestra oración. San Juan Vianney dice: “Para practicar la oración mental cierra los ojos, cierra la boca y abre el corazón.” En la oración vocal hablamos a Dios; en la oración mental Él nos habla a nosotros; se derrama sobre nosotros.

Nuestras oraciones deberían ser palabras ardientes que provinieran del horno de un corazón lleno de amor. En tus oraciones habla a Dios con gran reverencia y confianza. No te quedes remoloneando, no corras por delante; no grites ni guardes silencio, ofrécele tu alabanza con toda el alma y todo el corazón, con devoción, con mucha dulzura, con natural simplicidad y sin afectación.

Por una vez permitamos que el amor de Dios tome absoluta y total posesión de nuestro corazón; permitámosle que se convierta en nuestro corazón, como una segunda naturaleza; que nuestro corazón no permita la entrada a nada contrario, que se interese constantemente por aumentar su amor a Dios, tratando de complacerlo en todas las cosas sin negarle nada; que acepte de su mano todo lo que le ocurra; que tenga la firme determinación de no cometer jamás una falta deliberadamente y a sabiendas, y que si alguna vez la comete, sea humilde y vuelva a levantarse inmediatamente. Un corazón así orará sin cesar.

Juan Pablo II, Audiencia, 09-09-1992

La oración nos es tan necesaria como la respiración

1. “Señor enséñanos a orar” (Lc 11,1)

Cuando los Apóstoles se dirigieron a Jesús, en el monte de los Olivos, con estas palabras, no le plantearon una pregunta cualquiera, sino que manifestaron con confianza espontánea una de las necesidades más profundas del corazón humano.

Realmente a esa necesidad el mundo contemporáneo no dedica mucho espacio. El mismo ritmo frenético de las actividades diarias, junto con la invasión rumorosa y a menudo frívola de los medios de comunicación, no constituye ciertamente un elemento favorable para el recogimiento interior que requiere la oración. Además hay dificultades más profundas: en el hombre moderno se ha ido atenuando cada vez más la visión religiosa del mundo y de la vida. El proceso de secularización parece haberlo persuadido de que el curso de los acontecimientos tiene su explicación suficiente en el juego de las fuerzas inmanentes en este mundo, independientemente de intervenciones superiores. Además, las conquistas de la ciencia y de la técnica han alimentado en él la convicción de que puede dominar ya hoy en medida notable, y aún más mañana, las situaciones, orientándolas según sus propios deseos.

Incluso en los mismos ambientes cristianos se ha ido difundiendo una visión “funcional” de la oración, que corre el riesgo de comprometer su carácter trascendente. El verdadero encuentro con Dios —afirman algunos— se realiza en la apertura al prójimo. La oración no sería, pues, un substraerse a la disipación del mundo para recogerse en el diálogo con Dios; más bien, se expresaría en el compromiso incondicional de caridad hacia los otros. Oración auténtica serían, por tanto, las obras de caridad y solamente ellas.

2. En realidad, el ser humano, que en cuanto criatura es en sí mismo incompleto e indigente, se dirige espontáneamente hacia el que es la fuente de todo don, para alabarlo, suplicarle y buscar apagar en él la angustiosa nostalgia que abrasa su corazón. San Agustín lo había comprendido bien cuando anotaba: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. (Confesiones 1, 1).

Precisamente por esto la experiencia de la oración, como acto fundamental del creyente, es común a todas las religiones, incluso a aquellas en las que la fe en un Dios personal es más bien vaga o está ofuscada por falsas representaciones.

En particular, es propia de la religión cristiana, en la que ocupa un lugar central. Jesús exhorta a “orar siempre, sin desfallecer” (Lc 18,1). El cristiano sabe que la oración le es tan necesaria como la respiración y, una vez que ha gustado la dulzura del coloquio íntimo con Dios, no duda en sumergirse en él con abandono confiado.

Juan Pablo II Audiencia,n. 5, 04-04-2001

5. La oración cristiana nace, se alimenta y se desarrolla en torno al evento por excelencia de la fe: el misterio pascual de Cristo. De esta forma, por la mañana y por la tarde, al salir y al ponerse el sol, se recordaba la Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida. El símbolo de Cristo “luz del mundo” es la lámpara encendida durante la oración de Vísperas, que por eso se llama también lucernario. Las horas del día remiten, a su vez al relato de la pasión del Señor, y la hora Tertia también a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Por último, la oración de la noche tiene carácter escatológico, pues evoca la vigilancia recomendada por Jesús en la espera de su vuelta (cf. Mc 13,35-37).

Al hacer su oración con esta cadencia, los cristianos respondieron al mandato del Señor de “orar sin cesar” (cf. Lc 18,1 Lc 21,36; 1Tm 5,17 Ep 6,18), pero sin olvidar que, de algún modo, toda la vida debe convertirse en oración. A este respecto escribe Orígenes: “Ora sin cesar quien une oración a las obras y obras a la oración” (Sobre la oración XII, 2: PG 11,452).

Este horizonte en su conjunto constituye el hábitat natural del rezo de los salmos. Si se sienten y se viven así, la doxología trinitaria que corona todo salmo se transforma, para cada creyente en Cristo, en una continua inmersión, en la ola del Espíritu y en comunión con todo el pueblo de Dios, en el océano de vida y de paz en el que se halla sumergido con el bautismo, o sea, en el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Francisco, papa

Catequesis (25-05-2016): Audiencia General

25 de mayo de 2016

La parábola evangélica que acabamos de escuchar (cf. Lc 18, 1-8) contiene una enseñanza importante: «Es preciso orar siempre sin desfallecer» (v. 1). Por lo tanto, no se trata de rezar alguna vez, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que hay que «rezar siempre, sin desfallecer». Y presenta el ejemplo de la viuda y del juez.

El juez es un personaje poderoso, llamado a dar una sentencia según la Ley de Moisés. Por esto la tradición bíblica recomendaba que los jueces fuesen personas temerosas de Dios, dignas de fe, imparciales e incorruptibles (cf. Ex 18, 21). Al contrario, este juez «ni temía a Dios ni respetaba a los hombres» (v. 2). Era un juez inicuo, sin escrúpulos, que no tenía en cuenta la ley sino que hacía lo que quería, según su interés. A él se dirige una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto con los huérfanos y los extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Los derechos que les aseguraba la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, al ser personas solas y sin defensa, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, allí, sola, nadie la defendía, podían ignorarla, incluso no ofrecerle justicia. Así también el huérfano, así el extranjero, el inmigrante: en esa época era muy fuerte esta problemática. Ante la indiferencia del juez, la viuda recurre a su única arma: continuar insistentemente a importunarlo, presentándole su petición de justicia. Y precisamente con esta perseverancia alcanza el objetivo. El juez, en efecto, a un cierto punto la escucha, no por misericordia, ni porque la conciencia se lo impone; sencillamente admite: «Como esta viuda me causa molestia, le voy hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme» (v. 5).

De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda logra convencer al juez deshonesto con sus peticiones insistentes, cuánto más Dios, que es Padre bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche»; y además no «les hará esperar mucho tiempo», sino que actuará «con prontitud» (cf. vv. 7-8).

Por esto Jesús exhorta a rezar «sin desfallecer». Todos experimentamos momentos de cansancio y de desaliento, sobre todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a diferencia del juez deshonesto, Dios escucha con prontitud a sus hijos, si bien esto no significa que lo haga en los tiempos y en las formas que nosotros quisiéramos. La oración no es una varita mágica. Ella ayuda a conservar la fe en Dios, a encomendarnos a Él incluso cuando no comprendemos la voluntad. En esto, Jesús mismo —¡que oraba mucho!— es un ejemplo para nosotros. La carta a los Hebreos recuerda que «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (5, 7). A primera vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús murió en la cruz. Sin embargo, la carta a los Hebreos no se equivoca: Dios salvó de verdad a Jesús de la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero el camino recorrido para obtenerla pasó a través de la muerte misma. La referencia a las súplicas que Dios escuchó remiten a la oración de Jesús en Getsemaní. Asaltado por la angustia inminente, Jesús ora al Padre que lo libre del cáliz amargo de la Pasión, pero su oración está invadida por la confianza en el Padre y se entrega sin reservas a su voluntad: «Pero —dice Jesús— no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39). El objeto de la oración pasa a un segundo plano; lo que importa ante todo es la relación con el Padre. He aquí lo que hace la oración: transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios, sea cual fuera, porque quien reza aspira ante todo a la unión con Dios, que es Amor misericordioso.

La parábola termina con una pregunta: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (v. 8). Y con esta pregunta nos alerta a todos: no debemos renunciar a la oración incluso si no se obtiene respuesta. La oración conserva la fe, sin la oración la fe vacila. Pidamos al Señor una fe que se convierta en oración incesante, perseverante, como la da la viuda de la parábola, una fe que se nutre del deseo de su venida. Y en la oración experimentamos la compasión de Dios, que como un Padre viene al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso.

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 675-677

Oración y perseverancia

La última prueba de la Iglesia

675. Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc Lc 18,8 Mt 24,12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc Lc 21,12 Jn Jn 15,19-20) desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2Tm 2,4-12 1Ts 1Tm 5,2-3 1Tm 2 Jn Jn 7 1Jn 2,18 1Jn 2,22).

676. Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, carta enc. Divini Redemptoris, condenando “los errores presentados bajo un falso sentido místico” “de esta especie de falseada redención de los más humildes”; GS GS 20-21).

677. La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19,1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13,8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20,7-10) que hará descender desde el cielo a su Esposa (cf. Ap 21,2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20,12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2P 3,12-13).

Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica

Tomás se vale de este evangelio para responder a dos cuestiones.

El vicio de la impavidez (II-II, q. 126, a. 1)

¿La impavidez [1] es pecado?

Objeciones:
Por las que parece que la impavidez no es pecado.

1. Lo que se pone como laudable en el varón justo no es pecado. Pero entre las alabanzas del justo leemos en Pr 28,1: El justo va sin temor, como cachorro de león. Por tanto, ser impávido no es pecado.

2. Según el Filósofo en III Ethic., la muerte es lo más terrible. Pero ni siquiera hemos de temer la muerte, por lo que se nos dice en Mt 10,28: No temáis a los que matan al cuerpo, ni nada que puedan hacernos los hombres, conforme al dicho de Is 51,12: ¿Por qué temes tú a un hombre mortal? Por tanto, ser impávido no es pecado.

3. Como se ha visto (II-II 125,2), el temor nace del amor. Pero no amar nada en el mundo es propio de la virtud perfecta, ya que, según San Agustín en XIV De Civ. Dei, el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo nos hace ciudadanos de la ciudad celestial. Por tanto, no temer nada humano no parece que sea pecado.

Contra esto:
Está lo que se dice en Lc 18,2 del juez inicuo, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres.

Respondo:
Puesto que el temor nace del amor, lo que se diga de uno hay que decirlo del otro. Se trata aquí del temor de los males temporales, que proviene del amor a tales bienes. Pero es innato y natural en cada hombre amar la propia vida y lo que a ella se ordena, pero de un modo debido, es decir, no amándolo como fin, sino como medio de que nos servimos para el fin último. De ahí que el apartarse de su debido amor va contra la inclinación natural, y, por consiguiente, es pecado. Pero nunca está uno libre de semejante amor, porque lo natural no puede perderse totalmente. Por eso dice el Apóstol (Ep 5,29) que nadie aborrece jamás su propia carne. Por eso incluso los que se suicidan lo hacen por amor a su carne, a la cual quieren librar de las angustias de esta vida. Por tanto, puede suceder que se teman la muerte y otros males temporales menos de lo debido porque se los ama menos de lo debido. En cambio, el no temerlos en absoluto no puede provenir de una falta total de amor, sino de pensar que no pueden sobrevenir los males opuestos a los bienes que ama. Esto ocurre unas veces por la soberbia de ánimo, que presume de sí y desprecia a los demás, según leemos en Jb 41,24-25: Hecho para no tener miedo, todo lo ve desde arriba. Otras veces sucede por defecto de razón, como dice el Filósofo en III Ethic de los celtas, que, debido a su necedad, no tienen miedo a nada. Por tanto, es evidente que el ser impávido es pecado, ya tenga su origen en la falta de amor, ya en la soberbia del espíritu, o en la necedad, aunque ésta excusa de pecado si es invencible.

A las objeciones: Soluciones:

1. El justo es recomendado porque el temor no lo aparta del bien, no por falta de temor. Pues dice Si 1,28: El que está sin temor no puede justificarse.

2. La muerte, o todo lo que puede infligir a un hombre, no debe temerse hasta el punto de apartarnos de la justicia. Pero debe temerse en cuanto puede significar un obstáculo para las obras virtuosas, bien sea para provecho propio o de los demás. Por eso leemos en Pr 14,16: El sabio teme y se aparta del mal.

3. Los bienes temporales deben despreciarse si nos impiden el amor y el temor de Dios. Por esta misma razón, tampoco deben ser temidos; de ahí que se diga en Si 34,16: Al que teme al Señor, nada le asusta. Con todo, no deben despreciarse los bienes temporales, en cuanto nos sirven de instrumento para obrar según el amor y temor de Dios.


Notas

[1]El impávido es una persona insensible que es incapaz de alterar su ánimo por una emoción o sentimiento. Es la actitud del juez de que habla el evangelio.

¿Es conveniente orar? (II-II, q. 83, a. 2)

Objeciones:
Por las que parece que no es conveniente orar.

1. Porque la oración parece ser necesaria para que se entere la persona a quien pedimos de lo que necesitamos. Pero, como se nos dice en Mt 6,32: Sabe vuestro Padre que de todo esto tenéis necesidad. Luego no es conveniente orar a Dios.

2. Por medio de la oración se doblega el ánimo de aquel a quien se ora para que haga lo que se le pide. Pero el ánimo de Dios es inmutable e inflexible, según aquel texto de 1S 15,29: Por cierto que el triunfador de Israel no perdonará ni, arrepentido, se doblegará. Luego no es conveniente que oremos a Dios.

3. Es mayor liberalidad dar algo a quien no lo pide que a quien lo pide, porque, como dice Séneca, nada resulta más caro que lo comprado con súplicas. Pero Dios es liberalísimo. Luego no parece conveniente que oremos a Dios.

Contra esto:
Está lo que se lee en Lc 18,1: Es preciso orar con perseverancia y no desfallecer.

Respondo:
Que fueron tres los errores de los antiguos acerca de la oración.

Unos dieron por supuesto que la Providencia no dirige los asuntos humanos, de donde se sigue que la oración y el culto a Dios son algo inútil. A ellos se aplica lo que se lee en Ml 3,14: Dijisteis: frívolo es quien sirve a Dios.

La segunda opinión fue la de quienes suponían que todo, también las cosas humanas, sucede necesariamente: por la inmutabilidad de la divina Providencia, por la influencia ineludible de los astros o por la conexión de las causas. Según éstos, queda asimismo excluida la utilidad de la oración.

La tercera fue la opinión de los que suponían que los sucesos humanos están regidos por la divina Providencia y que no acontecen necesariamente; pero decían asimismo que la disposición de la divina Providencia es variable y que se la hace cambiar con nuestras oraciones u otras prácticas del culto divino.

Todo esto quedó ya refutado (I 19,7-8; q.22 a.2,4; q. 115 a.6; q. 116); por tanto, nos es preciso mostrar la utilidad de la oración en tales términos que ni impongamos necesidad a las cosas humanas, sujetas a la divina Providencia, ni tengamos tampoco por mudable la disposición divina. Así, pues, para que esto que decimos resulte evidente, hay que tener en cuenta que la divina Providencia no se limita a disponer la producción de los efectos, sino que también señala cuáles han de ser sus causas y en qué orden deben producirse.

Ahora bien: entre las otras causas, también los actos humanos causan algunos efectos. De donde se deduce que es preciso que los hombres realicen algunos actos, no para alterar con ellos la disposición divina, sino para lograr, actuando, determinados efectos, según el orden establecido por Dios. Esto mismo acontece con las causas naturales. Y algo semejante ocurre también con la oración; pues no oramos para alterar la disposición divina, sino para impetrar aquello que Dios tiene dispuesto que se cumpla mediante las oraciones de los santos, es decir: Para que los hombres merezcan recibir, pidiéndolo, lo que Dios todopoderoso había determinado darles, desde antes del comiendo de los siglos, como dice San Gregorio.

A las objeciones: Soluciones:

1. No es necesario que dirijamos a Dios nuestras preces para darle a conocer nuestras indigencias y deseos, sino para que nosotros mismos nos convenzamos de que en tales casos hay que recurrir al auxilio divino.

2. Como antes expusimos, nuestra oración no se ordena a mudar en otra la disposición divina, sino a obtener mediante nuestras preces lo que Dios había dispuesto.

3. Dios, por su liberalidad, nos concede muchos bienes aunque no se los hayamos pedido. Y el que quiera otorgarnos algunos, sólo en el caso de que se los pidamos, es para utilidad nuestra: para que así vayamos tomando alguna confianza en el recurso a Dios y para que reconozcamos que El es el autor de nuestros bienes. De ahí lo que dice el Crisóstomo: Considera qué gran felicidad se te ha concedido y qué gran gloria es la tuya: hablar con Dios por la oración, conversar con Cristo, solicitar lo que quieres, pedir lo que deseas.

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