Lucas 17,20-25 – Evangelio comentado por los Padres de la Iglesia

20 Los fariseos le preguntaron: «¿Cuándo va a llegar el reino de Dios?». Él les contestó: «El reino de Dios no viene aparatosamente, 21 ni dirán: “Está aquí” o “Está allí”, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros». 22 Dijo a sus discípulos: «Vendrán días en que desearéis ver un solo día del Hijo del hombre, y no lo veréis. 23 Entonces se os dirá: “Está aquí” o “Está allí”; no vayáis ni corráis detrás, 24 pues como el fulgor del relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día. 25 Pero primero es necesario que padezca mucho y sea reprobado por esta generación.

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)

San Cirilo, in Cat graec. Patr

20. Como el Salvador mencionaba con frecuencia el reino de Dios en los discursos que dirigía a otros, se burlaban de El los fariseos. Por esto dice: “Y preguntándole los fariseos: ¿Cuándo vendrá el reino de Dios?”, como si dijeran con tono irrisorio: antes que venga el reino de quien hablas te cogerá la muerte de la cruz. Pero el Señor, manifestando su paciencia, en vez de devolver injuria con injuria, no desdeña responder a los que tan mal le trataban. Sigue, pues: “Les respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con muestra exterior”, como diciendo: No preguntéis acerca de la época en que el reino de Dios vendrá por segunda vez.

21. Unicamente dice que servirá para bien de todo hombre, aquello que añade: “Porque el reino de Dios está dentro de vosotros”. Esto es, en vuestras afecciones y en vuestro poder está el alcanzarlo; porque todo hombre que sea justificado por la fe y la gracia de Jesucristo y que esté adornado con las virtudes, puede alcanzar el reino de los cielos.

22. Como el Señor había dicho que el reino de Dios estaba en medio de ellos, quiso que sus discípulos estuviesen dispuestos a ejercitar la paciencia, para que fortalecidos pudieran entrar en el reino de Dios. Les predice también que antes que El vuelva a venir del cielo al fin del mundo, vendrá sobre ellos la persecución. Por esto sigue: “Y dijo a sus discípulos: vendrán días…”, dando a conocer que será tan cruel la persecución, que desearán ver un sólo día suyo, es decir, de aquel tiempo en que aún trataban con Jesucristo. Y en verdad que los judíos afligieron al Salvador con muchos improperios e injurias, le amenazaron con apedrearle y muchas veces quisieron arrojarle de lo alto de un monte, pero todas estas cosas deberían considerarse como de menor importancia en comparación a los mayores males que habían de venir.

23-25. Los discípulos del Salvador creían que cuando fuese a Jerusalén les daría a conocer en seguida el reino de Dios. Teniendo en cuenta esta idea, les manifiesta que primero convenía que sufriese por nuestra salud los tormentos de la pasión, que después subiría hasta el Padre y que resplandecería para juzgar a todo el mundo en su justicia. Por esto añade: “Mas primero es menester que El padezca mucho y que sea reprobado de esta generación”.

Beda

20-21. Este tiempo no puede conocerse ni por los hombres ni por los ángeles, como el de la encarnación, que fue anunciado por los vaticinios de los profetas y la voz de los ángeles. Por esto añade: “Ni dirán: Helo aquí o helo allí”. O de otro modo: Preguntan por el tiempo del reino de Dios, porque (como se dice más adelante) creían que viniendo el Señor a Jerusalén en seguida se daría a conocer su reino. Por esto el Señor responde que el reino de Dios no vendrá dando muestras exteriores.

O dice que el reino de Dios es El mismo, colocado en medio de ellos, esto es, reinando en sus corazones por la fe.

22-23. O bien llama día de Cristo a su reino futuro, que esperamos. Y dice muy bien un solo día, porque en la gloria de la felicidad no tendrán cabida las tinieblas. Bueno es desear el día de Cristo, pero no debemos dejarnos llevar hacia ilusiones y sueños por nuestro gran deseo, creyendo que el día del Señor está próximo. Por esto sigue: “Y os dirán vedle aquí, No queráis ir”.

24. Y bellamente dice: “relumbrando bajo el cielo”, porque el juicio se celebrará debajo del cielo, esto es, en los aires, según aquellas palabras del Apóstol (1Tes 4,16): “Seremos arrebatados con ellos hasta las nubes en presencia de Jesucristo en los aires”. Por tanto, si el Señor ha de aparecer en el juicio como un rayo, nadie podrá ocultarse ni aun en conciencia, porque el resplandor del juez lo penetrará todo. Puede también referirse esta contestación del Salvador a la venida con la que todos los días se presenta en su Iglesia. Y como los herejes habían de perturbar muchas veces la Iglesia entre tanto, diciendo que su doctrina era la verdadera fe de Jesucristo, han deseado los fieles de aquel tiempo que el Señor volviese a la tierra por un día -si pudiera ser- y declarase por sí mismo cuál era la verdadera fe. “Y no le veréis”, dijo, porque no necesita el Señor venir otra vez en cuerpo visible para manifestar espiritualmente con la verdad del Evangelio lo que ya hizo una vez extendiéndolo y difundiéndolo por todo el mundo.

25. Así llama no sólo a la de los judíos, sino también a la de todos los réprobos, de quienes había de sufrir mucho y ser reprobado ahora el Hijo del hombre en su cuerpo (esto es, en la Iglesia). Continúa hablándoles de su pasión y de la gloria de su venida, para calmar los tormentos de su pasión con la promesa de su gloria y también para que se preparasen y no temiesen a la muerte, si deseaban la gloria de su reino.

San Gregorio Niceno, De proposito secundum Deum, sive De scopo Christiani

21. Da conocer que el reino de los cielos está en nosotros, para manifestar la alegría que produce en nuestras almas el Espíritu Santo. Ella es como la imagen y el testimonio de la constante alegría que disfrutan las almas de los santos en la otra vida.

Teofilatus

22. Entonces vivían sin cuidados, porque Jesucristo cuidaba de ellos y los protegía, pero había de suceder que cuando Jesucristo estuviese ausente, se verían expuestos a toda clase de peligros, serían llevados ante los reyes y los jueces y entonces desearían aquel tiempo y lo recordarían como tranquilo.

San Eusebio

23-24. Como diciendo: Si cuando venga el Anticristo, llega a ser tan grande su fama como si fuere Jesucristo quien hubiere aparecido, no salgáis ni le sigáis, porque es imposible que aquél que fue visto en la tierra una vez, vuelva a verse en la estrechez de ella. Por tanto, éste será aquél de quien se dice: no es el verdadero Cristo. La señal manifiesta de la segunda venida de nuestro Salvador lo es que el brillo que acompañará a su venida, llenará de repente el mundo entero. Por esto sigue: “Porque como el relámpago, que relumbrando en la región inferior del cielo resplandece por todas partes, así también será el Hijo del hombre…”, Por tanto, no aparecerá andando sobre la tierra como un hombre común (o vulgar), sino que brillará sobre todos nosotros por todas partes, manifestando a todos la grandeza de su divinidad.

Tomás de Kempis

Imitación de Jesucristo: Permanecer en el Reino de Dios.

Libro II, c. 1, 2-3

«El Reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21).

“El Reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17,21), dice el Señor. ¡Conviértete de todo corazón a Dios, olvida el mundo y tu alma encontrará el reposo! Ea, pues, alma fiel prepara tu corazón a este Esposo para que quiera venirse a ti, y hablar contigo. Porque Él dice así: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). Da, pues, lugar a Cristo, y a todo lo demás cierra la puerta. Si a Cristo tuvieres estarás rico, y te bastará. Él será tu fiel procurador, y te proveerá de todo, de manera que no tendrás necesidad de esperar en los hombres. Porque los hombres se mudan fácilmente, y desfallecen en breve; pero «Jesucristo permanece para siempre» (Jn 12,34), y está firme hasta el fin. ¡Aprende, ante todo, a recogerte en tu interior y verás que el reino de Dios viene a ti! Porque el reino de Dios es “paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14,17).

Esta alegría no se da a los hombres sin fe. Cristo viene a ti y te hará experimentar su consuelo si le has preparado dentro de ti una morada digna de él. “Ya entra la princesa, bellísima…” (Sal 44,14) Le gusta habitar en el interior. Al hombre interior, Dios le concede frecuentes visitas, conversaciones y consuelos, una gran paz y una familiaridad que confunde. Ea, pues, ¡prepárate para que se digne habitar en tu interior! Porque “el que me ama, se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él.” (Jn 14,23).

No hay que poner mucha confianza en el hombre frágil y mortal aunque sea útil y bien querido, ni has de tomar mucha pena si alguna vez fuere contrario o no te atiende. Los que hoy son contigo, mañana te pueden contradecir, y al contrario; porque muchas veces se vuelven como el viento. Pon en Dios toda tu esperanza, y sea Él tu temor y tu amor. Él responderá por ti, y lo hará bien, como mejor convenga.

«No tienes aquí domicilio permanente» (Hb 13,14). Dondequiera que estuvieres, serás «extraño y peregrino» (Hb 11,13), y no tendrás nunca reposo, si no estuvieres íntimamente unido a Cristo.

Santa Teresa del Niño Jesús, carmelita descalza, doctora de la Iglesia

Escritos: Reconocer dentro la presencia de Cristo.

Manuscrito A, 83 vº.

«El reino de Dios no viene aparatosamente» (Lc 17,20).

Lo que me sostiene en la oración es, por encima de todo, el evangelio; hallo en él todo lo que necesita mi pobrecita alma. Siempre descubro en él luces nuevas, sentidos ocultos y misteriosos…

Comprendo y sé por experiencia, que el reino de Dios está dentro de nosotros. Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas; él, el doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras…Nunca le he oído hablar, pero sé que está dentro de mí. Me guía y me inspira a cada instante lo que debo decir o hacer. Descubro, justamente en el momento en que las necesito, luces que hasta entonces no había visto. Y las más de las veces estas ilustraciones no son más abundantes precisamente en la oración, sino más bien en medio de las ocupaciones del día…

Orígenes, presbítero

Tratado: Venga tu reino.

Tratado sobre la oración, 25; GCS 3, 356.

«El reino de Dios está en medio de nosotros y dentro de nosotros» (cf. Lc 17,21).

Como dice nuestro Señor y Salvador: «el reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros», pues «la Palabra está cerca de nosotros, en los labios y en el corazón» (Dt 30,14). Cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que estos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: «Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).

Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el apóstol Pablo, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue «a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos» (1Co 15,28). Por esto, Rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: «Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino» (Mt 6,9).

Isaac el Sirio, monje

Sermón: Signos del Reino en nosotros.

Sermones ascéticos, 1ª serie.

«Como el fulgor del relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día» (Lc 17,24).

Los demonios temen, pero Dios y sus ángeles desean el hombre que con fervor busca a Dios en su corazón día y noche, y echa lejos de él las agresiones del enemigo. El país espiritual de este hombre puro en su alma está dentro de él: el sol que en él brilla es la luz de la Santa Trinidad; el aire que respiran los pensamientos que le habitan es el Santo Espíritu consolador. Y los santos ángeles están siempre con él. Su vida, su gozo, su alegría es Cristo, luz de la luz del Padre. Un tal hombre se alegra constantemente al contemplar su alma, y se maravilla de la belleza que ve en ella, cien veces más luminosa que el resplandor del Sol.

Es Jerusalén. Y es «el Reino de Dios escondido dentro de nosotros» según la palabra del Señor. Este país es la nube de la gloria de Dios, en la que sólo entrarán los corazones puros para contemplar el rostro de su Señor (Mt 5,8), y su entendimiento será iluminado por los rayos de su luz.

Beato John Henry Newman

Sermón: Dios cumple su promesa.

Sermón «El mundo invisible», PPS vol. 4, nº 13.

«El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21).

¿Le es difícil a la fe admitir las palabras de la Escritura que se refieren a nuestras relaciones con un mundo superior a nosotros?… Este mundo espiritual está presente aunque es invisible; es ya presente, no sólo futuro, y no nos es distante. No está por encima del cielo ni más allá del sepulcro; está presente ahora y aquí: «El reino de Dios está dentro de nosotros». Es san Pablo que habla de él: «No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno» (2 Co 4,18)…

Así es el reino de Dios escondido; y de la misma manera que ahora está escondido, de esta misma manera será revelado en el momento oportuno. Los hombres creen ser los amos del mundo y que pueden hacer de él lo que quieran. Creen ser sus propietarios y poseer un poder sobre su curso… Pero este mundo está habitado por los sencillos de Cristo a quienes desprecian y por sus ángeles en quienes no creen. Éstos son los que tomarán posesión de él cuando se manifestarán. Por ahora «todas las cosas» aparentemente «continúan tal como eran desde el principio de la creación» y los que se burlan de él preguntan: ¿Dónde queda la promesa de su venida?» (2Pe 3,4). Pero en el tiempo señalado habrá una «manifestación de los hijos de Dios» y los santos escondidos «brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Rm 8,19; Mt 13,43).

La aparición de los ángeles a los pastores fue de manera súbita: «De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial» (Lc 2,13). Inmediatamente antes la noche era igual a otra noche cualquiera –los pastores vigilaban sus rebaños- y observaban el curso de la noche: las estrellas seguían su curso; era medianoche; de ninguna manera esperaban semejante cosa cuando se les apareció el ángel. Así son el poder y la fuerza escondida en las cosas visibles. Se manifiestan cuando Dios lo quiere.

San Juan Casiano, abad

Homilía: Que reine Dios en el santuario de nuestra alma.

Conferencia 1, SC 42.

«El Reino de Dios entre nosotros y dentro de nosotros» (Lc 17,21).

Según nuestro juicio, sería una impureza apartarnos, ni que fuera por un momento, de la contemplación de Cristo. Cuando nuestra atención se ha desviado en algo de este divino objeto, volvamos a él los ojos de nuestro corazón y conduzcamos la dirección de nuestra mirada interior hacia él. Todo yace en le santuario profundo del alma. Cuando el diablo ha sido expulsado de allí y los vicios ya no tienen poder en ella, se establece en nosotros el Reino de Dios. Pero, el “Reino de Dios”, dice el evangelista, no viene de manera ostentosa que se pueda percibir con los ojos… En verdad, el Reino de Dios está dentro de vosotros (cf Lc 17,20-21).

En nosotros no pueden habitar a la vez el conocimiento y la ignorancia de la verdad, el amor al vicio y a la virtud. Por lo tanto, somos nosotros quienes damos el poder sobre nuestra corazón o al demonio o a Cristo.

El apóstol, a su vez, describe así la naturaleza de este Reino: “Porque el reino de Dios no consiste en lo que se come o en lo que se bebe; consiste en la fuerza salvadora, en la paz y la alegría que proceden del Espíritu Santo.” (Rm 14,17) Si, pues, el Reino de Dios está dentro de nosotros mismos, y si consiste en la justicia, la paz y la alegría, todos los que viven practicando estas virtudes están, sin duda, en el Reino de Dios… Levantemos la mirada de nuestra alma hacia el Reino que es gozo sin fin.

San Francisco de Sales, obispo

Sermón: Dios reina también en la aflicción.

Sermón. IX, 287.

«Como el rayo relampaguea de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del Hombre en su día» (Lc 17,24).

¿Cómo es posible, me decís, que el Señor esté conmigo y me veo rodeado de toda clase de aflicciones…; que el Señor sea el Dios de la paz y estoy en guerra y en turbación…?

¡Cómo se engañan los hombres y el mundo si creen que donde está el Señor no puede haber penas y aflicciones, sino que solamente abunda la consolación!

Esto no es así, al contrario, en la aflicción y en la tribulación es cuando Dios está más cerca de nosotros, pues es entonces cuando tenemos más necesidad de su protección y su socorro.

Nuestro Señor se lo quiso enseñar así a sus Apóstoles mediante una señal cierta: que la paz se asegura mediante llagas y sufrimientos. Como diciendo: ¿Qué os pasa? Bien veo, Apóstoles míos, que estáis temerosos y con miedo. Habéis tenido motivos de temor hace unos días cuando me visteis azotado (o mejor, lo oísteis decir, pues todos me abandonasteis excepto uno que me fue fiel). Supisteis que fui golpeado, coronado de espinas y colgado de la cruz.

Pero ahora ya no tenéis que temer; que la paz esté en vuestro corazón, pues Yo he salido victorioso, derribando a todos mis adversarios.

No tengáis miedo, Yo he hecho las paces entre mi Padre celestial y los hombres y en el Sacrificio que he ofrecido a la Bondad divina, se ha cumplido esta santa reconciliación.

Yo soy pobre, nada tengo. Sabéis que mi grandeza consiste, no en la posesión de bienes terrenales, que en toda mi vida no los tuve. Mi riqueza es la paz y ése es el legado que os hago.

Lo que Yo doy a los que me son más queridos es la paz.

San Juan Pablo II, papa

Homilía (13-05-1988): Cristo en medio de nosotros en la Eucaristía.

5º Congreso Eucarístico, Lima, 13-5-1988

… 2. Está en medio de nosotros el mismo Cristo crucificado y resucitado. Está con nosotros Aquel que en el Cenáculo «tomó el pan… y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros…”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre”» (1Co 11, 23-25). El Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús crucificado que se ofrece en sacrificio por los pecados del mundo. Jesús que, en la agonía, entrega al Padre su espíritu (cf Lc 23, 46). Cristo, el gran Sacerdote, el Sacerdote del sacrificio de su propio Cuerpo y de su propia Sangre que ofrece al Padre.

Cristo crucificado y Cristo resucitado. Tanto este Sacrificio como este Sacerdote son perennes. Perduran en este mundo aún después de la Ascensión del Señor. “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26), nos recuerda el Apóstol San Pablo.

Proclamáis la muerte del Señor en todas partes, en todos los lugares de la tierra, en todos los países bolivarianos, en toda la América Latina. Y la muerte del Señor quiere decir precisamente esto: la verdad del Emmanuel. Dios está con nosotros mediante el sacrificio de su Hijo hecho obediente hasta la muerte. El está presente en medio de nosotros de modo salvífico. Está con nosotros como Redentor del mundo.

…3. “Porque Dios es el Rey del mundo… / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 47 [46], 8-9). Sí, todas las criaturas piden a Dios que esté con ellas como Creador y Señor. Y sin embargo su trono sobre la tierra es la cruz en el Calvario, donde su Cuerpo ha sido entregado a la muerte y su Sangre ha sido derramada por los pecados del mundo. Y su trono es la Eucaristía: el pan y el vino como especies del sacrificio redentor de la presencia salvífica del Emmanuel.

4. Por eso, estamos alrededor de este sacramento admirable.

… A la Eucaristía hemos de asociar toda nuestra vida y la vida de los hombres del mundo entero. El pan, “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, y el vino, “fruto de la vid y del trabajo del hombre”, simbolizan que todo lo bueno que llevamos en nosotros mismos y todo nuestro trabajo pueden convertirse en ofrenda y en alabanza a Dios.

De esta manera, la instauración del reino de los cielos comienza a hacerse realidad ya en la tierra. Dios quiere contar con nuestra colaboración unida a estas ofrendas. Mediante la Eucaristía, Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, los bienes de esta tierra sirven para instaurar el reino definitivo. El pan y el vino “son transformados misteriosa aunque real y sustancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios y Hijo de María” (Sollicitudo rei socialis, 48). El Señor asume en Sí mismo todo lo que nosotros hemos aportado y se ofrece y nos ofrece al Padre “en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el reino de Dios y anuncia su venida final” (Ibíd.).

5. Cristo se queda en medio de vosotros. No sólo durante la Misa, sino también después, bajo las especies reservadas en el Sagrario. Y el culto eucarístico se extiende a todo el día, sin que se limite a la celebración del Sacrificio. Es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros. Cuando se tiene fe en esa presencia real, ¡qué fácil resulta estar junto a El, adorando al Amor de los amores!, ¡qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía!

…6. Pero Jesús no sólo quiere permanecer con nosotros; quiere darnos la fuerza para entrar en su reino. “No todo el que me diga: “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”(Mt 7, 21). Cristo, que ha cumplido la voluntad de su Padre “hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8), nos hace partícipes, de su fidelidad, mediante la Eucaristía. A través de ella nos da la fuerza que hace posible cumplir la voluntad de Dios, por la que entramos en el reino de los cielos. Cristo quiere ser nuestro alimento. “Tomad y comed, éste es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos el día de Jueves Santo. Es el misterio del amor, que exige de nuestra parte una respuesta de amor. Por eso hemos de recibirlo siempre dignamente, con el alma en gracia, habiéndonos purificado antes, cuando lo necesitemos, mediante el sacramento de la penitencia. “Quien como el Pan o beba el Cáliz del Señor indignamente –nos dice el Apóstol San Pablo– será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1Co 11, 27). Y lo recibiremos con la mayor frecuencia posible como manifestación de nuestro amor, de nuestro deseo de asemejarnos a El y ser verdaderos discípulos suyos en el servicio a nuestros hermanos.

Emmanuel, Dios con nosotros, Dios dentro de nosotros es como un anticipo de la unión con Dios que tendremos en el cielo. Cuando lo recibimos con las debidas disposiciones se refuerza, por así decir, la inhabitación de la Trinidad en nuestra alma, la percibimos más íntimamente. Al comulgar podemos escuchar de nuevo a Cristo que nos dice “el reino de los cielos ya está entre vosotros” (Lc 17, 21).

Recordamos, al mismo tiempo, que su reino, aunque ya incoado en el tiempo presente, no es de este mundo (cf. Jn 18, 36). Su reino es el “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” («Praefatio» in sollemnitate Domini Nostri Iesu Christi Universorum Regis). Es el reino a donde va a prepararnos un lugar y al que nos llevará cuando nos lo haya preparado (cf. Jn 14, 2-3), si le hemos sido fieles. De esta manera, sabremos rechazar la tentación del mesianismo terreno: la tentación de reducir la misión salvífica de la Iglesia a una liberación exclusivamente temporal. “La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones: en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 63). Por eso, enseña que “la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo” (Ibíd. 22).

7. “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis de este cáliz, –acabamos de escuchar en la liturgia– proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26).

Cada vez que participamos de la Eucaristía nos unimos más a Cristo y, en El, a todos los hombres, con un vinculo más perfecto que toda unión natural. Y, unidos, nos envía al mundo entero para dar testimonio del amor de Dios mediante la fe y las obras de servicio a los demás, preparando la venida de su reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente. Descubrimos, también, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo a favor del desarrollo y de la paz, y recibimos de El las energías para empeñarnos en esa misión cada vez con más generosidad (Sollicitudo rei socialis, 48). Construimos así una nueva civilización: la civilización del amor. Una civilización que, aquí en el Perú, han contribuido a forjar almas escogidas como Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Francisco Solano, San Juan Macías, la beata Ana de los Ángeles y tantos otros cristianos ejemplares, que mediante el testimonio de sus vidas y con sus obras de caridad nos han dejado un camino luminoso de auténtico amor preferencial a los pobres desde el Evangelio. Una civilización que, sobre esa base de amor a la persona que está cerca de nosotros –nuestro prójimo–, transformará las estructuras y el mundo entero.

… 9. La Eucaristía que hoy celebramos aquí es sacramento de la misión, del envío. De ella nace la misión de todos: de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, de los laicos, de todo el Pueblo de Dios.

¡Caminad, por tanto, alimentados y sostenidos por la Eucaristía! ¡Caminad con María, la Madre de Jesús! Permaneced con Ella en oración perseverante (cf Hch 1, 14). Ella es la Madre de la Iglesia naciente y, después de la Ascensión del Hijo, su condición maternal permanece en la Iglesia para sostenernos con su amor (Redemptoris Mater, 40). ¡Caminad!, y que no os falte coraje ni paciencia, que no os falte humanidad y constancia. ¡Que no os falte la caridad!

Todos nosotros estamos en este mundo, en medio de las realidades terrenas, pero con nuestra mirada puesta en lo alto, sabiendo que el Señor ha de venir de nuevo. Con gran amor y confianza estamos “en la espera de tu venida”. Maranà tha. ¡Ven Señor Jesús!

Catequesis (18-03-1987): La conversión como condición del Reino.

Audiencia General.

… 5. De la enseñanza de Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios, en su plena y total realización, es ciertamente futuro, “debe venir” (cf. Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del Padrenuestro enseña a pedir su venida: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).

Pero al mismo tiempo, Jesús afirma que el reino de Dios “ya ha venido” (Mt 12, 28), “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21) mediante la predicación y las obras, de Jesús. Por otra parte, de todo el Nuevo Testamento se deduce que la Iglesia, fundada por Jesús, es el lugar donde la realeza de Dios se hace presente, en Cristo, como don de salvación en la fe, de vida nueva en el Espíritu, de comunión en la caridad.

Se ve así la relación íntima entre el reino y Jesús, una relación tan estrecha que el reino de Dios puede llamarse también “reino de Jesús” (Ef 5, 5; 2 Pe 1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús ante Pilato al decir que “su” reino no es de este mundo (cf. 18, 36).

6. Desde esta perspectiva podemos comprender las condiciones indicadas por Jesús para entrar en el reino se pueden resumir en la palabra “conversión”. Mediante la conversión el hombre se abre al don de Dios (cf. Lc 12, 32), que llama “a su reino y a su gloria” (1 Tes 2, 12); acoge como un niño el reino (Mc 10, 15) y está dispuesto a todo tipo de renuncias para poder entrar en él (cf. Lc 18, 29; Mt 19, 29; Mc 10, 29)

El reino de Dios exige una “justicia” profunda o nueva (Mt 5, 20); requiere empeño en el cumplimiento de la “voluntad de Dios” (Mt 7, 21), implica sencillez interior “como los niños” (Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta la superación del obstáculo constituido por las riquezas (cf. Mc 10, 23-24).

Catequesis (04-09-1991): Reino de Dios, reino de Cristo.

Audiencia general.

(Lectura: evangelio de san Marcos, capítulo 1, versículos 14-15)
1. Leemos en la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II que «[el Padre] estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue (…) preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza (…), y manifestada por la efusión del Espíritu [Santo]» (n. 2). Hemos dedicado la catequesis anterior a esta preparación de la Iglesia en la Antigua Alianza; hemos visto que en la conciencia progresiva que Israel iba tomando del designio de Dios a través de las revelaciones de los profetas y de los mismos acontecimientos de su historia, se hacia cada vez más claro el concepto de un reino futuro de Dios, más elevado y universal que cualquier previsión sobre la suerte de la dinastía davídica. Hoy pasamos a considerar otro hecho histórico, denso de significado teológico: Jesucristo comienza su misión mesiánica con este anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15). Estas palabras señalan la entrada «en la plenitud de los tiempos», como dirá san Pablo (cf. Ga 4, 4), y preparan el paso a la Nueva Alianza, fundada en el misterio de la encarnación redentora del Hijo y destinada a ser Alianza eterna. En la vida y misión de Jesucristo el reino de Dios no sólo «está cerca» (Lc 10, 9), sino que además ya está presente en el mundo, ya obra en la historia del hombre. Lo dice Jesús mismo: «El reino de Dios está entre vosotros» (Lc 17, 21).

2. Nuestro Señor Jesucristo, hablando de su precursor Juan el Bautista, nos da a conocer la diferencia de nivel y de calidad entre el tiempo de la preparación y el del cumplimiento ―entre la Antigua y la Nueva Alianza―, cuando nos dice: «En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista: sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11, 11). Ciertamente, desde las orillas del Jordán (y desde la cárcel) Juan contribuyó más que ningún otro, incluso más que los antiguos profetas (cf. Lc 7, 26-27), a la preparación inmediata del camino del Mesías. No obstante, permanece de algún modo en el umbral del nuevo reino, que entró en el mundo con la venida de Cristo y que empezó a manifestarse con su ministerio mesiánico. Sólo por medio de Cristo los hombres llegan a ser «hijos del reino», a saber, del reino nuevo, muy superior a aquel del que los judíos contemporáneos se consideraban los herederos naturales (cf. Mt 8, 12).

3. El nuevo reino tiene un carácter eminentemente espiritual. Para entrar en él, es necesario convertirse, creer en el Evangelio y liberarse de las potencias del espíritu de las tinieblas, sometiéndose al poder del Espíritu de Dios que Cristo trae a los hombres. Como dice Jesús: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28; cf. Lc 11, 20).

La naturaleza espiritual y trascendente de este reino se manifiesta así mismo en otra expresión equivalente que encontramos en los textos evangélicos: «reino de los cielos». Es una imagen estupenda que deja entrever el origen y el fin del reino ―los «cielos»―, así como la misma dignidad divino-humana de aquel en el que el reino de Dios se concreta históricamente con la Encarnación: Cristo.

4 . Esta trascendencia del reino de Dios se funda en el hecho de que no deriva de una iniciativa sólo humana, sino del plan, del designio y de la voluntad de Dios mismo. Jesucristo, que lo hace presente y lo actúa en el mundo, no es sólo uno de los profetas enviados por Dios, sino el Hijo consustancial al Padre, que se hizo hombre mediante la Encarnación. El reino de Dios es, por tanto, el reino del Padre y de su Hijo. El reino de Dios es el reino de Cristo; es el reino de los cielos que se ha abierto sobre la tierra para permitir que los hombres entren en este nuevo mundo de espiritualidad y de eternidad. Jesús afirma: «Todo me ha sido entregado por mi Padre (…); nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27). «Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre» (Jn 5, 26-27).

Junto con el Padre y con el Hijo, también el Espíritu Santo obra para la realización del reino ya en este mundo. Jesús mismo lo revela: el Hijo del hombre «expulsa los demonios por el Espíritu de Dios», por esta razón «ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28).

5. Pero, aunque se realice y se desarrolle en este mundo, el reino de Dios tiene su finalidad en los «cielos». Trascendente en su origen, lo es también en su fin, que se alcanza en la eternidad, siempre que nos mantengamos fieles a Cristo en esta vida y a lo largo del tiempo. Jesús nos advierte de esto cuando dice que, haciendo uso de su poder de «juzgar» (Jn 5, 27), el Hijo del hombre ordenará, al fin del mundo, recoger «de su Reino todos los escándalos», es decir, todas las injusticias cometidas también en el ámbito del reino de Cristo. Y «entonces ―agrega Jesús― los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 41. 43). Entonces tendrá lugar la realización plena y definitiva del «reino del Padre», a quien el Hijo entregará a los elegidos salvados por él en virtud de la redención y de la obra del Espíritu Santo. El reino mesiánico revelará entonces su identidad con el reino de Dios (cf. Mt 25, 34; 1 Cor 15, 24).

Existe, pues, un ciclo histórico del reino de Cristo, Verbo encarnado, pero el alfa y la omega de este reino ―se podría decir, con mayor propiedad, el fondo en el que se abre, vive, se desarrolla y alcanza su cumplimiento pleno― es el mysterium Trinitatis. Ya hemos dicho, y lo volveremos a tratar a su debido tiempo, que en este misterio hunde sus raíces el mysterium Ecclesiae.

6. El punto de paso y de enlace de un misterio con el otro es Cristo, que ya había sido anunciado y esperado en la Antigua Alianza como un Rey-Mesías con el que se identificaba el reino de Dios. En la Nueva Alianza Cristo identifica el reino de Dios con su propia persona y misión. En efecto, no sólo proclama que con él el reino de Dios está en el mundo; enseña, además, a «dejar por el reino de Dios» todo lo que es más preciado para el hombre (cf. Lc 18, 29-30); y, en otro punto, a dejar todo esto «por su nombre» (cf. Mt 19, 29), o «por mí y por el Evangelio» (Mc 10, 29).

Por consiguiente, el reino de Dios se identifica con el reino de Cristo. Está presente en él, en él se actúa, y de él pasa, por su misma iniciativa, a los Apóstoles y, por medio de ellos, a todos los que habrán de creer en él: «Yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí» (Lc 22, 29). Es un reino que consiste en una expansión de Cristo mismo en el mundo, en la historia de los hombres, como vida nueva que se toma de él y que se comunica a los creyentes en virtud del Espíritu Santo-Paráclito, enviado por él (cf. Jn 1, 16; 7, 38-39; 15, 26; 16, 7).

7. El reino mesiánico, que Cristo instaura en el mundo, revela y precisa definitivamente su significado en el ámbito de la pasión y la muerte en la cruz. Ya en la entrada en Jerusalén se produjo un hecho, dispuesto por Cristo, que Mateo presenta como el cumplimiento de la profecía de Zacarías sobre el «rey montado en un pollino, cría de asna» (Za 9, 9; Mt 21, 5). En la mente del profeta, en la intención de Jesús y en la interpretación del evangelista, el pollino simbolizaba la mansedumbre y la humildad. Jesús era el rey manso y humilde que entraba en la ciudad davídica, en la que con su sacrificio iba a cumplir las profecías acerca de la verdadera realeza mesiánica.

Esta realeza se manifiesta de forma muy clara durante el interrogatorio al que fue sometido Jesús ante el tribunal de Pilato. Las acusaciones contra Jesús eran «que alborotaba al pueblo, prohibía pagar tributos al César y decía que era Cristo rey» (Lc 23, 2). Por eso, Pilato pregunta al Acusado si es rey. Y ésta es la respuesta de Cristo: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí». El evangelista narra que «entonces Pilato le dijo: “¿Luego tú eres rey?”. Respondió Jesús: “Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 36-37).

8. Esa declaración concluye toda la antigua profecía que corre a lo largo de la historia de Israel y llega a ser realidad y revelación en Cristo. Las palabras de Jesús nos permiten vislumbrar los resplandores de luz que surcan la oscuridad del misterio sintetizado en el trinomio: reino de Dios, reino mesiánico y pueblo de Dios convocado en la Iglesia.

Siguiendo esta estela de luz profética y mesiánica, podemos entender mejor y repetir, con mayor comprensión de las palabras, la plegaria que nos enseñó Jesús (Mt 6, 10): «Venga tu reino». Es el reino del Padre, reino que ha entrado en el mundo con Cristo; es el reino mesiánico que, por obra del Espíritu Santo, se desarrolla en el hombre y en el mundo para volver al seno del Padre, en la gloria de los Cielos.

Benedicto XVI, papa

Discurso (22-12-2006): La palabra “Dios”.

A la Curia Romana, 22 de Diciembre del 2006.

…Mi intención principal era poner de relieve el tema de “Dios”, consciente de que en algunas partes de Alemania la mayoría de los habitantes no son bautizados y para ellos el cristianismo y el Dios de la fe parecen algo del pasado. Al hablar de Dios, también tocamos precisamente el tema que constituyó el interés central de la predicación terrena de Jesús. El tema fundamental de esa predicación es el dominio de Dios, el “reino de Dios”. Esas palabras no aluden a algo que vendrá más tarde o más temprano en un futuro indeterminado. Tampoco se refieren al mundo mejor que tratamos de crear paso a paso con nuestras fuerzas.

En la expresión “reino de Dios” la palabra “Dios” es un genitivo subjetivo, lo cual significa que Dios no es una añadidura al “reino”, de la que se podría prescindir. Dios es el sujeto. Reino de Dios quiere decir, en realidad “Dios reina”. Él mismo está presente y es decisivo para los hombres en el mundo. Él es el sujeto y donde falta este sujeto no queda nada del mensaje de Jesús. Por eso Jesús dice: el reino de Dios no viene de tal manera que podamos —por decirlo así— situarnos al borde del camino y contemplar su llegada. “Está en medio de vosotros” (cf. Lc 17, 20 s). Este reino se desarrolla donde se realiza la voluntad de Dios. Está presente donde hay personas que se abren a su llegada y así dejan que Dios entre en el mundo. Por eso Jesús es el reino de Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros y a través del cual podemos tocar a Dios, acercarnos a Dios. Donde esto acontece, el mundo se salva.

Concilio Vaticano II

Constitución (GS): Cristo nos trajo el reino.

Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy «Gaudium et spes», § 38.

«El Reino de Dios está en medio de vosotros» (Lc 9,).

El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho Él mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. Él es quien nos revela que “Dios es amor” (1Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor… Así, pues, a los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. Él, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia.

Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos. Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirán en oblación acepta a Dios (Rm 15,16).

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